sábado, 26 de octubre de 2013

No es tan fácil morir. Pinceladas



Esta mañana, nada más llegar, el aroma de las berzas se incrustó en mi alma. Profundo, manso, dulzón. Mientras el director nos explicaba, muy sonriente, detalles relativos a los horarios y los hábitos del centro, mi cabeza fantaseaba con que, al menos, el chef hubiera añadido jamón al sofrito. Mi Conchín todo era decir qué bonito esto y qué agradable aquello... Y yo, que al fin y al cabo voy a vivir aquí, pensaba en el sofrito.
¿Qué criterios sigue el pensamiento, que siempre se posa en lo circunstancial?
(Primera parte, capítulo 1)




Peor fue lo de mi Conchín, que se fue a enamorar del imbécil de mi yerno y todavía no ha descubierto que además de feo, es malo. Porque mi Ernesto tuvo la mirada esquiva (bizco, era bizco) la nariz inconveniente y el pelo muy provisional. Se ocupó siempre del negocio con fervor, no me faltó de nada, salvo un pelín de cariño. Podría decir que me respetó, me amó incluso, a su modo. Eran otros tiempos, qué sé yo. Pero este yerno mío es malo.
Al tiempo.
(Primera parte, capítulo 1)




... En las historias románticas no había encontrado ninguna referencia a:
El silencio de una cocina en febrero.
La angustia ante la fiebre de tu hija.
La textura de esparto de la voz de tu suegra en el teléfono.
La textura de esparto de la voz de tu suegra en persona.
La espera.
La caducidad del sabor de los besos.
La podredumbre que el humo del tabaco, otrora seductor, genera en los besos previamente citados.
La soledad.
El miedo a la soledad.
El miedo al miedo a la soledad.
La Soledad (así se llamaba mi suegra, y admítelo, era un chiste fácil).
El miedo a la Soledad.
El miedo al miedo a la Soledad.
(Yo solita me estoy riendo, hice bien en no morir).
La imposible curvatura de las croquetas.
El sonido del teléfono cuando continúas sola, con las manos pringadas de pasta de croquetas.
Llegar, al fin, a contestar, y que nunca fuera Ernesto.
El sexo después del amor.
El vacío que deja el amor, cuando muere.
El calor del verano, en soledad.
El calor del verano, con Soledad.
La certeza, la insoportable conciencia de que todo era mentira.
...
Nada aparecía en las novelas de amor.
Pero no mueres.
No es tan fácil morir.
(Primera parte, Capítulo 35)




Ahora mismo me voy a clase de informática. Ya le vamos cogiendo la marcha a Google y a Facebook. Yo me entretengo buscando canciones de Serrat, puedes ver la que quieras cuando quieras. Solo hay que escribir De vez en cuando la vida y pulsar en vídeos. Y luego sale Serrat, tan guapo y tan elegante como siempre, con ese temblor en la voz y esa mirada tan pícara y tan transparente. Y yo escucho la canción y le cuento a Daniela cuánto me gusta Serrat. Ella me acompaña y cuando me emociono, me coge la mano. Después buscamos un tango, casi siempre Alfonsina y el mar. Entonces ella se conmueve y yo le consuelo.
Ayer le conté por qué siempre lloro cuando escucho el final de De vez en cuando la vida.
A ti no te lo voy a contar.
(Primera parte, capítulo 45)




De este doce de marzo, me quedo con el abrazo de mis nietos. Andrea y Ramón han venido con su madre y me han arreglado la tarde. La niña tenía un día cariñoso, raro en ella desde que es una mujercica. Ramón
estaba algo serio, venía enfadado con su madre porque esta noche iban a cenar verdura. La Puri, que últimamente se la comen muy bien porque la combina con patatas fritas sobre platos negros, que al resaltar
más el color del brócoli y la zanahoria la combinación es más atractiva, hay que preparar la verdura con imaginación para que los chavales se acostumbren desde pequeños. El pequeño lleva la fruta regular,
pero han comprado una licuadora electrónica y si se preocupa de prepararles un zumo los martes y los jueves antes de la comida y los lunes y los miércoles antes de la cena, se la toman tan ricamente, Andrea mejor que Ramón, que ella es de cuidarse mucho y las frutas la vuelven loca, menos el plátano, el aguacate y la chirimoya, que tienen mucha grasa. Por lo visto, Ramón detesta las chirimoyas desde que una vez lo
disfrazó de chirimoya para el carnaval del cole, que hay que ver la faena que le costó inventar aquel disfraz y el disgusto que cogió el mocoso porque quería disfrazarse de Picacho, o Picachu, o qué sé yo. La de trabajos que tienen que hacer las madres hoy en día, y encima los niños nunca lo agradecen. Si fuera por ellos, estarían todo el día jugando a la Nintendo y comiendo hamburguesas y chucherías, pero desde luego en su casa no juegan más de una hora seguida, y por lo menos los suyos no tocan la ¿Güi, ha dicho? más que el fin de semana. Que ella no se va ameter donde no la llaman, pero los mellizos de Conchín se pegan todo el día con la consola, aunque tampoco es de extrañar, con lo que tienen en casa. Los críos, si no estás encima de ellos, te torean. Con el pescado es más difícil, últimamente se comen muy bien las varitas congeladas de merluza, aunque Andrea se quita todo el rebozado porque le da asco tanto aceite, que va todas las semanas a una pescadería del centro donde venden unas varitas de una marca nueva y hay que ver lo bien que se come Ramón el pescado así. Y lo más importante: se está pensando borrar a Ramón de fútbol y apuntarlo otra vez a inglés y a kárate, lo que pasa es que el kárate lo han puesto los viernes porque se han
empeñado media docena de madres y a ella le viene fatal el viernes por la tarde, pero yame contarás qué hace con el kimono, que le costó treinta euros hace dos años y allí está muerto de risa. Y ahora con el instituto es mejor, que por lo menos ya no hay clase por la tarde.
...
Cuando me ha dejado hablar, ya se tenían que ir.
No me ha dado tiempo a decirle que su hijo pequeño va a cumplir trece años y ya es hora de que se coma la verdura con aceite y vinagre en el primer plato que encuentre su madre. Que la fruta, cuando es de temporada, ha estado muy buena toda la vida, mucho antes de inventar las licuadoras espaciales y los exprimidores electrónicos. Que no es normal que una chiquilla de casi quince años se preocupe de la grasa
que tienen las chirimoyas, que lo importante de una chirimoya es no atragantarse con los huesos tan gordos que tiene. Que yo cada vez la veo más delgada y ella, que es su madre, parece que no se da cuenta de
que su hija está agarrando una enfermedad rara de esas que ni a nombrar me atrevo, pero la próxima vez que venga mi hijo a verme, se lo pienso soltar de buenas a primeras, me ponga los morros que me ponga.
Que no me extraña que siempre se esté quejando de lo estresada que está y del poco tiempo que le queda para ella. Hoy en día, para que los niños coman fruta y verdura hay que tener formación en bellas artes
para combinar los platos y acordarse de cuándo toca licuar media docena de manzanas, según sea martes por la mañana o jueves por la tarde. Después, para que se relacionen con otros seres humanos y no se les
caigan los ojos de puro irritados, hay que estar pendiente de que dejen de jugar a las consolas cuando pasa una hora. Si todo va bien y no se retrasan en las extraescolares, a las 21.45 de cualquier miércoles han terminado los deberes, se han comido una zanahoria y tres peras licuadas.
...
Poco me gusta predicar lo bueno que antes era todo, me niego a parecer una abuela de esas que siempre están renegando de los tiempos modernos.
Pero vamos...
Que antes, para que comiéramos fruta, con dejarla un cuarto de hora a la vista era suficiente, desaparecía antes de lo que cuesta enchufar un exprimidor.
Que yo no vi una chirimoya hasta que cumplí los cuarenta años.
Lo de antes, mal.
Pero lo de ahora..., lo de ahora es raro.
(Segunda parte, Capítulo 18)




Curiosa lucidez, la de los cuerdos corrientes:
Un día te casas con otro ser humano, lo decoras con tus expectativas y empiezas a verlo tal como lo imaginaste. La convivencia se revela como el mejor de los antídotos contra el encantamiento y entonces sientes que todos los relojes llegan tarde para ti. Alternas los días en que exiges al otro que se convierta en tu príncipe azul, con las noches que intentas convertirte en la princesa que él espera.
Y te lías.
Una parte de ti comprende enseguida que el otro jamás cambiará.
A pesar de ello, lo sigues intentando con palabras, con miradas teñidas de censura y morros que terminan enquistados en tu sonrisa.
Anhelas lo imposible.
Te condenas a la frustración.
Cuando diriges toda tu energía a convertirte en lo que el otro espera de ti, es mucho peor.
A veces, durante algunos instantes, lo consigues.
Pero te mueres de asco.
Cógelo por donde puedas.
(Segunda parte, capítulo 60)





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