domingo, 28 de abril de 2024

ABRIL VENCIDO

 

Abril vencido


Relato que recibió el segundo premio del Certamen de relatos de la Comarca de la Sierra de Albarracín 2022










Cumplido.


El sonido del picaporte le sobresaltó. Aguzó el oído y distinguió el murmullo de una conversación recitada de memoria. Después, el quejido del portón al cerrarse, una breve pausa en el recodo de la escalera y el golpeteo desacompasado de los últimos siete peldaños, alimentado por el afán de llegar.
El chirriar de la puerta de la alcoba anticipaba la sonrisa redonda, salpicada de pecas, de Carmen.
- ¿Ya esperas? ¿Qué esperas, pues?
Su risa brotaba de la última sílaba y descendía por un tirabuzón de gorgoritos de cardelina, hasta caer al suelo. María los recogía con la mirada y los alzaba al vuelo a través de sus ojos grises, encendidos de amistad.
- ¿Qué voy a esperar? Si acaso a ti.
- Anda, ve a preparar los huevos, que he oído campanadas.
- Déjate de campanadas y acércame la manta de la silla, que tengo más frío que sueño y ya es decir.
- Tú verás, pero como te vayas a la cama te despertarán. Igual de pansida estaba yo el año pasado, a estas horas. Y mira si cambió la vida después.
- ¿Para bien?
- Claro que para bien, anda con esta – Carmen afiló el gesto – haz el favor de peinarte un poco, que así vas a tener que esconderte detrás de los visillos.
- A la cama me tendría que ir.
- Venga, vamos a peinarte, a esa cara tan guapa no han de faltarle rondadores.
La voz de Carmen poblaba los recuerdos de María desde los tiempos de la escuela. Y en noches como aquella, su mera presencia le templaba el ánimo. Se dejó peinar ante el espejo, aguantó las chanzas de Madre y contuvo el aliento ante la mirada inescrutable de Padre. Mientras aquel pequeño mundo respiraba a su espalda, se perdió en el recuerdo de lo vivido doce meses atrás.
En la calle, abril se despedía mojado en cuatro gotas mal llovidas, de primavera esquiva.

Vivido.


Según oyeron decir, alguno pujó bien fuerte por Carmen en la subasta: amores deshilachados, amenazas de revancha y aguardiente derramado. Sin quedar del todo claro quién empezó la disputa, todo el pueblo se enteró de que aquel hermoso mayo prometía un mal verano.
Asomadas a la noche, aguardaron la llegada de la ronda a su ventana. Siempre juntas, dos en una, tal para cual, como hermanas. Tantas esperas en vano en el corazón guardaban, que al cielo de su esperanza lo nublaba el desengaño. Tantos abriles sin mayo, tanta música lejana, tanto pensamiento impuro por confesar a su almohada, que cuando llegó la hora de abrir el arca cerrada las encontró atribuladas.
No supieron qué sentir, más allá de la vergüenza y el tormento de dudar sobre qué cara poner: si de alegría o de susto, si recatada o resuelta, si avinagrada o de miel.
Aun parece que los oye, aun parece que los ve:
Destemplados, arrogantes, pendencieros y borrachos, aparecieron los mozos a escondidas de la luna. Vaya trazas, vaya estampa, dijo la madre de Carmen al barruntarlos llegar.
A estas alturas del cuento, no acierta a saber María si es fábula o desenlace lo que guarda su memoria. La verdad bien conocida es que aquel abril cumplido, la ronda fue encaminada hacia el barrio de su amiga.
Y todo salió al revés, para qué andar con mentiras.
Cada vez que revivía aquella noche torcida, las palabras y ademanes le brotaban a María, medio en verso y medio vivas.
¿La emoción o la zozobra?
Ella le echa más la culpa al vasito de chinchón que bebieron a hurtadillas, mano a mano en el balcón.

La licencia dada.


- ¿Y si no les doy licencia, Madre?
Desde bien pequeñica, a María le desazonaban los versos en los que la rondalla interpretaba el silencio de la dama como un permiso para cantar el mayo. Al imaginar la llegada de según qué pretendientes, ella fantaseaba con interrumpir la música en esa tercera estrofa: “Ni licencia ni licencio. Cada uno a su casa y sanseacabó”.
- Descarada, ya te probarás tú un poco. Así lo único que conseguirás es que no vengan a cantarte.
- ¿A la Virgen también le piden licencia? ¿La Virgen puede negarse a que le canten?
Madre la escuchaba, prendida de estupor.
- ¡Pero esta muchacha! ¿Quieres echar de comer a las gallinas y dejar de decir tontadas? Y no mentes a la Virgen, que te vas a condenar.
María se contenía hasta que suavizaba el tono encarnado del rostro de Madre, y solo entonces apostillaba:
- Pues, yo, Madre, si el mayo es feo, no le doy licencia.
Y así cada año, cada primavera incipiente, cada víspera del canto de los mayos. Otras veces la emprendía con el baile y la merienda y la recogida de los huevos.
- Y si el mayo es feo, Madre, ¿tengo también que darle los huevos? ¿Y bailar con él? Según la madre de Carmen, cuando te cantan los mayos, te casas y a callar. Que ella bien contenta estuvo cuando se los cantó el Andrés. Y entonces se subía el día uno de mayo a la ermita del Carmen, a la misa y al chocolate, por eso Carmen se llama así. Pues yo digo que el Andrés anda algo girado hacia el lado izquierdo y una no sabe bien si la mira a ella o mira al monte. Cuando sea grande, como venga a cantarme Arturo, el nieto del tío Farolas, apañado está. Una vez me dijo que me pensaba cantar los mayos y tendría que bailar con él, y yo que ni loca bailaba con él, y él que si no lo aceptaba me quedaría soltera para toda la vida, como la tía Maitines.
Hablaba y hablaba y hablaba, hasta que Madre estallaba en una reprimenda o en una carcajada, depende de por dónde le corría el aire.
Sin embargo, pocos años después la verborrea de la infancia quedó sepultada por el mutismo de la pubertad. Una vez, el primo Miguel le cantó una jota delante de todos, nunca supo a santo de qué. Fue un lunes de pascua, en la huerta vieja. Alguien sacó una guitarra y hasta Padre y el tío Carlos se atrevieron a cantar. María asistía al alborozo con la curiosidad y el reparo de sus trece años. Se amparaba en el silencio, como si estuviera en su mano preservar el secreto de su metamorfosis. Y de repente, el tonto de Miguel, se plantó delante de ella, y salió con aquello:

Capullito, capullito,
ya te vas volviendo rosa;
ya te va llegando el tiempo
de decirte alguna cosa.

Madre, Padre, su hermano Roque, los tíos, los primos, los vecinos, sus amigas, los ojos del mundo entero la miraron como si nunca hubieran visto una chica. Y entre aquel jolgorio lacerante, solamente encontró cobijo en la sonrisa cobriza de Carmen.
Cristóbal, el alguacil, quiso provocar a Padre:
- Anda, Santiago, que pronto te quedas sin la hija. Cualquier día viene un mozo y se la lleva.
A Padre no le gustaban aquellas bromas. En verdad no le terminaba de gustar ninguna broma, pero tampoco era pendenciero ni amigo de la réplica. Agachó la cabeza y se puso a cortar rodajas de longaniza. María no resistió la vergüenza y arrancó a correr, camino de la huerta del campo. Carmen la siguió y ambas anduvieron en silencio por toda la vega, durante una eternidad. Hasta que Carmen acertó con las únicas palabras posibles:
- Son tontos.
- Más tontos que Abundio.
- Que corrió él solo en una carrera y quedó el segundo.
- Que fue a vendimiar y se llevó uvas de postre.
- Que vendió una oreja porque la tenía repetida.
- Que… – María rompió, por fin, a reír – que vendió la vaca para comprar leche.
- Y el más tonto, tu primo Miguel. A quién se le ocurre, si encima es tu primo.
El rubor asaltó de nuevo la piel de María, no quería saber nada de su primo Miguel, ni quería volverse rosa, ni que nadie le dijese alguna cosa.
Solamente quería habitar eternamente su infancia caduca.

Las razones ciertas.


Madre y Carmen se empeñaban en peinarla.
¿Para qué tanto aderezo?
Por sus caras parecía que aquella noche cumplida, los versos que el mentidero en su honor aventuraba, a ellas dos correspondían.
¿Tendría Carmen razón?
¿Era verdad inventada o acreditada mentira la intriga que barruntaba?
La desazón carcomía las entrañas de María: con la sangre deseaba; con el corazón temía; y su joven cabecica no acertaba a comprender ni el temor de su latido ni el anhelo del querer.
¿Qué pasaría después?
La ceremonia del baile la conocía de sobra.
Le angustiaban los recodos de la vida por venir.
María le preguntaba con los pliegues del silencio y Carmen le respondía sin apenas decir nada:
¿Te gusta, entonces, el mozo?
¿Te quiere?, ¿te trata bien?
¿Es noviazgo con destino o no te fías de él?
¿Qué escondía en la mirada?
¿Qué guardaba en el revés?

En buena hora.


Al principio escucharon un murmullo sordo y metálico, y, al cabo de unos minutos, algo parecido a una melodía, conversaciones subidas de tono y risas de fondo. La ronda enfiló la calle de Santiago bien pasada la media noche, y María sintió un miedo infantil, de penumbra de alcoba. Madre fue la primera en hablar.
- Anda, sube a la ventana de arriba que te verán mejor, nosotras al balcón.
- Ni loca me subo sola a la ventana. Si quieres, en el balcón, pero vamos las tres.
- Hombre, claro, y que baje tu padre y me los cante otra vez a mí. Anda, haz el favor de subir, que están llegando.
- Yo subo con ella y me estoy a su lado, aunque no me asome – intervino Carmen – que tu hija es capaz de meterse debajo de la cama.
Se dejó arrastrar por Carmen al piso de arriba y abrió ligeramente la ventana, para mirar. Madre se sentó detrás de ellas. Laúdes, guitarras y bandurrias envolvían con su llanto firme el aire de la noche, y a María se le atragantó la vida.
- Qué guapo Julián, ¿será verdad lo que dicen? También anda por ahí mi hermano Javier. A ver si al final resultamos cuñadas tú y yo.
- ¿Julián, el herrero? ¿Que me va a cantar los mayos el herrero?
Carmen no tuvo ocasión de responder. Los mozos empezaron a cantar:

Desde la plaza mayor,
he venido preguntando,
adónde vive María,
y aquí me han encaminado.

A María le sobraba el aire y le faltaba el oxígeno. Escuchó las primeras estrofas de refilón, como quien habita otro cuerpo:

Ya estamos a treinta
del abril cumplido,
alégrate dama
que mayo ha venido.

- No les voy a dar licencia – anunció, toda resuelta – ni licencia, ni licencio.
Los ojos de Carmen se abrieron como luceros del alba y Madre apenas halló resuello para conminar a María:
- Si llamas la atención te suelto dos guantazos, hija. A ver si nunca hemos dado que hablar y la vas a liar tú esta noche.

Paso a retratarte,
pero aquí mi lengua,
proseguir no sabe
y a cantar no acierta.

María calló y Carmen y Madre suspiraron aliviadas, ya habían tenido bastante jaleo el año anterior. Las estrofas se sucedían y María musitaba, por lo bajo:
- Margarita, mi cabeza, las narices; mi boca, chiquita, las narices; oro fino, mi pelo, las narices; no tengo hoyuelo en la barbilla, no son mis labios clavel partido, no me hace ninguna falta que me siga la gente; fina espada, mi nariz, las narices. – ella solica empezó a reírse con las respuestas que rosigaba, como si hubiera entrado en una suerte de trance – anillos no llevo, ni quiero; vas a beber tú de las fuentes claras que yo te diga; partes secretas y bien secretas; mis piernas son gordas por arriba y gordas por abajo, y el pie… mi pie es pequeñico, por las narices. Zapaticos negros, tengo.
Carmen apenas sintió algunas de sus sentencias y no sabía si reír o meterse en el arcón, de la vergüenza. Temía que se desatara la discusión entre madre e hija, con toda la cuadrilla de mozos en la calle.

Con esta y no más
dejamos tu puerta,
quédate en la cama
de flores cubierta.

Madre ya no pudo resistir la emoción.
- Me voy al balcón, que quiero enterarme bien de quién es el mayo.
María regresó al recuerdo el año anterior.

Quiérelo, mi dama.


De buenos padres sería, y la honradez de la saga no la negaba María. Pero en resumidas cuentas, la trifulca que montaron estaba más que avisada. Bien lo advertía la copla, que más sabía por vieja que por sabia, ni por bella:

Esta noche va a rondar
la ronda de la alpargata,
si sale la del zapato,
armaremos zaragata.

Los primeros exigían que el azar prevaleciera, los segundos que el sorteo bien se podía enmendar si algún valiente pujaba con la fuerza requerida. Los unos razón tenían, y los otros la compraban, así que aquella jarana estaba predestinada. Si en condiciones cabales era eterna la retahíla de palabras primorosas, en esa noche las damas sufrieron doble vergüenza: la propia, por los halagos; la ajena, por el mal trago de escuchar por un oído cantar mal, y por el otro fatal.
Allí nadie se enteraba si eran los labios corales o los pechos se clareaban, si la nariz era un junco o la cintura una espada. De cada rincón oscuro brotaba un verso quebrado, una sentencia velada o un amago de venganza.
Al final de los finales y entre coplas malparidas, estalló la zapatiesta. Se repartieron mamporros, bandurriazos y palabras, hubo golpes para todos y puede jurar María que hasta algún diente de oro se vio volar desde arriba.
En definitivas cuentas, la sangre no llegó al río. Se resolvió la disputa con dos docenas de huevos y a la semana siguiente se apaciguó la pendencia. La maya bailó con uno, bailó después con el otro, merendaron todos juntos, primero paz, después gloria.

De flores cubierta.


Lo anunció a traición y sin previo aviso. En el tiempo que dura la variación musical previa a la copla en la que se desvela el nombre del mayo, Carmen lo dijo:
- Si no pasa nada, me caso este agosto.
María quiso responder, pero la rondalla estaba a punto de desvelar el nombre del mayo que le correspondía a ella. Las palabras de su amiga secuestraron la emoción, le agitaron las entrañas y solo pudo esbozar una mueca neutra, sin gesto.
Y el mayo que le ha caído…
Pudo aconsejarle que lo pensara bien; confesar que no le gustaba su novio, avisarle de que le parecía un poco animal, reprocharle que, desde que hablaba con él, ni la sentía cercana ni feliz.
No acertó a pronunciar palabra.
Si quiere saber María,
el mayo que le ha caído,
Pensó en abrir la ventana de par en par, asomarse a la calle y proclamar que le importaba un comino el mayo que le hubiera caído. Que no quería preparar los huevos, ni bailar con su mayo, ni acudir a la merienda, ni hablar con ninguno más allá de buenos días y adiós. Consideró la posibilidad de que el tonto de Julián, el herrero, fuera su mayo. No podía ser más altanero y presumido. Quiso bajar las escaleras, abrir el portón de la calle y arrojarles un cubo de agua fría.
Javier se llama por nombre,
Andresito de apellido.
Intuyó una sonrisa cómplice revuelta entre las pecas de Carmen. Me caso este agosto, había dicho. Si no pasa nada.
A ver si al final vamos a ser cuñadas.
Atisbó un porvenir acerado y baldío, sin remedio ni sentido.
Rozó la mano de Carmen, y sin entender qué le ocurría, lo comprendió todo.