Relatos






En octubre de 2007, terminé mi primer relato de más de 10000 palabras. Después conseguí escribir El primer otoño, una novela que me sirvió para aprender a escribir novelas. Más tarde llegó No es tan fácil morir, la que ha de ser por siempre mi ojito derecho.
Eladio, el Pegotes, la Loles, África, Caridad, Conce, Ernesto, Aurelio, Leandro... todos ellos han alcanzado la existencia, sobre todo, porque unos años antes encontré la voz narrativa de la mano de Pánfilo, un personaje esperpéntico, delirante y absurdo como la vida misma.
Esta historia fue el primer texto propio que realmente me gustó.
Todavía me hace sonreír cada vez que lo releo. Por eso he querido que se convirtiera en un libro para que todos podáis disfrutarlo.
Durante los primeros días de junio, saldrá a la luz, con la complicidad ya imprescindible de Éride Ediciones.
Espero que os guste.




Me llamo Pánfilo
(dos primeros capítulos)


Me llamo Pánfilo. Tengo treinta y cuatro años y escribo mis memorias escondido en la bodega de un velero bergantín (que no corta el mar, sino vuela)
Poco importa que no me crea. Usted dice que otra persona sólo me puede influir si le doy ese poder. A mí plim lo que usted piense. Antes me dolía que pensaran mal de mí, pero ahora plim y bien plim. Lo que opine la gente, me la repanpinfla bien repanpinflada, o plinflada, que nunca me aclaro. Desde que usted me dijo que no pueden hacerme daño si no quiero, soy feliz. Fíjese que gilipollez: me pego veinte años comiéndome la cabeza sobre lo que pudieran o pudiesen pensar de mí los demás y me entero en la bodega de un velero bergantín (que no corta el mar, sino vuela) de que todo eso importa una mierda.
No me está mal empleado, que diría mi viejo. No creo que abra la boca, después de la colleja que le di la última nochebuena, sobre todo porque desde entonces no ha vuelto a respirar. Además, que el viejo me la suda. Como no está en la lista de personas con derecho a influirme, requeteplim. Toda la vida diciéndome que soy un inútil, que no me está mal empleado esto, que no me está mal empleado aquello, que no voy a llegar a nada, que a mi vieja le pega porque le da la gana y porque es su mujer, que no me meta si no quiero recibir yo  también...
Pues ahora jódete. Yo sigo en la trena saldando mi deuda con la sociedad, pero tú estás bien fresquito en la tierrecita del cementeriecito, o cementeriíto, que nunca me aclaro. Y si tienes huevos, apareces esta noche en mi celda y me das un susto, que aún puede que te caiga un guantazo. No me olvido de ti. Todos los martes sales en la terapia. Dice el psiquiatra que he de perdonarte, que el rencor sólo me hace daño a mí, sobre todo ahora que la has cascao. Él, que hasta que no te perdone no descansaré, y yo que hasta que no te partí la cara no respiré; y él que bien, pero que ahora no hay solución y he de seguir con mi vida; y yo que me cago en mi vida y en mi padre, que el diablo lo guarde en la miseria; y él que me tranquilice, que ya seguiremos otro día y yo que vale, pero que me cago en mi padre. No sé por qué pierdo el tiempo contigo. A ver si pasa un día sin que vea tu careto en el espejo, que encima tengo la desgracia de parecerme a ti. Hasta en las cicatrices.
Por cierto, ya sabe usted que me llamo Paco. He dicho que me llamaba Pánfilo porque me ha salido de los cojones.

Capítulo segundo.

Después de la breve introducción en la que se esbozan algunos aspectos de mi inestable personalidad, he considerado, más sosegado, que debía comenzar mis memorias aludiendo a la más antigua de las imágenes que guardo en el corazón. De vez en cuando me dejo seducir por la magia de los recuerdos y, ebrio de nostalgia, llego a contemplar al niño que fui, peinadito a raya y vestido con el babi de parvulito. Parece que puedo verme: tan morenito, con esos ricitos rebeldes que sembraban ternura en las personas mayores, medianas y menores.
Mamá, siempre sonriente, cogía mi mano con firmeza. Me daba la seguridad necesaria para esquivar el miedo propio de un infante a la vez que fomentaba mi autoestima con su amor incondicional.
Cuando busco un rastro de lo que fui siempre me veo así, de la mano de mamá aquella mañana fría. La mañana de mi primer día de colegio. Don Felipe salió a recibirnos a la puerta del viejo edificio de ladrillo. Me miró con aquella sonrisa suya que casi escapaba del rostro y, guiñándome un ojo, me dijo: “Tú debes de ser Francisquito. No lo podrías negar, porque tienes los mismos ojos de travieso que tu papá cuando era como tú”.
Recuerdo su voz varonil, reconfortante como ninguna. A veces guardo silencio y mi estancia se inunda de cacofonías de don Felipe y Papá. Entonces pienso en lo mucho que les echo de menos y, tras enjugarme las lágrimas que resbalan por mis mejillas, me consuelo recordando que fui feliz.

David Sáez Ruiz. Octubre de 2007

El grano de arena


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El grano de arena ha ocupado la hendidura en la roca durante trescientos cincuenta y siete años, cuatro meses, dos días, nueve horas, ocho minutos y tres segundos. El martilleo de las excavadoras lo libera por fin.  Si supiera que existe, se lanzaría al viento gritando de júbilo, lloraría ante la belleza del pinar bajo el sol de marzo y buscaría una nueva ubicación, más ventilada y con vistas al mundo.
Es transportado por el viento.
Atraviesa el parque infantil a medio construir, sortea los pinos y acaricia el perfil imposible de las piedras de rodeno. Si pudiera desear, soñaría con un vuelo interminable, una vida aferrado al vendaval, imprevisible y frenética. Acepta estrellarse en la sustancia húmeda con la misma resignación que asumió, siglos atrás, incrustarse en la grieta.
La capacidad del grano de arena para ignorar es infinita: ignora lo tangible y lo soñado; desconoce el tiempo y su espacio, los nombres de las cosas y los caminos del destino.
Ignora que ignora.
Hundido en la esclerótica, el grano de arena siente la misma ausencia de emoción que experimentó durante siglos en la recién abandonada abertura, mil años atrás en el mar o diez mil años atrás, cuando todavía formaba parte de la gran piedra.
El hombre tan sutilmente atropellado nada sabe de las aventuras del grano de arena. Si conociera su pasado infinito y su presencia en mil guerras, sentiría cierto orgullo por ser el elegido. El hombre que sabe del mundo y de la vida desconoce, igual que el grano de arena, que la esclerótica se llama esclerótica.
Para él, es lo blanco del ojo.
Transcurren tres minutos hasta que el grano de arena cambia de ubicación. Un pañuelo de seda lo arranca de la sustancia viscosa y el ojo que antes lo albergó lo mira detenidamente. Es el primer ojo que lo ve en toda su historia sin vida.  La reacción de alerta que el impacto ha despertado en el sistema nervioso humano, cesa al comprobar éste que el proyectil es un granito de arena.
Es acariciado entre el pulgar y el índice de la mano. Observado durante un último segundo. Catapultado al vacío.
El hombre lo ha llamado mota.

Envuelto en humedad, pesa más que la brisa. Se posa sobre un palo del tamaño de una lenteja, junto al gran pino. La primavera calienta la tierra y tiñe el paisaje de verde. El lugar donde ahora no vive es transitado por docenas de insectos, que lo miran con múltiples e indiferentes ojos. Un grano de arena pensante supondría que será feliz allí durante un tiempo. Pero dos días después, la hormiga que nunca se ha visto en un espejo lo coge entre sus patas. Posee mandíbulas, ojos, antenas y un largo tubo que bombea sangre incolora desde la cabeza a la cola. Respira a través de agujeros salpicados por su cuerpo y está viva. Lo conduce cincuenta y siete centímetros al sur y lo deja caer en el país de los granos de arena. Los hay blancos, amarillos y rosados; grandes, puntiagudos, menudos y regordetes.
El silencio cubre cientos de historias.
Durante años de espera y oscuridad, la inconsciencia le libró del aburrimiento, pero ver el crepúsculo rojizo compensaría ahora toda una existencia gris. Doscientos noventa y seis mil, cuatrocientos treinta y seis compañeros comparten sueños, recuerdos y desvelos opacos: el grano azulado que corona el hormiguero tres milímetros al este atravesó China del amanecer al ocaso; el gordinflón rosáceo de la derecha formó parte de la gran pirámide de Keops, pero nadie le creería, porque la envidia es muy recelosa. Cuentos de dinosaurios, pueblos olvidados y grandes terremotos duermen sepultados bajo el  montículo inerte.
Las hormigas están demasiado ocupadas para soñar, dudar o aburrirse.
La noche arropa al hormiguero con una sábana oscura y sedosa. Mientras el sol permanece oculto, la población de rocas menudas tiene tiempo de elegir un cabecilla y escapar de allí. Hasta que las primeras obreras asomen por la boca del túnel, pueden huir a las montañas, sumergirse en el gran charco o sepultar a las hormigas bajo su peso. Organizar una expedición al corazón de la galería y secuestrar a la reina.
Permanecen.
Permanecen juntos y en soledad, ajenos a su mutua compañía.
Hasta que la tormenta rompe el cielo y la quietud.

La primera gota explota en el suelo y anuncia el diluvio. Cada impacto produce un ruido sordo y violento que aterraría a un ser impresionable. En pocos segundos, el montículo es desfigurado por el torrente de agua y la gran comunidad recién fundada desaparece y regresa al olvido. La suave pendiente del prado determina que la corriente viaje hacia el sur. Más de cuarenta y siete mil insectos mueren bajo la tormenta. Cualquier nostalgia de respirar que la belleza del atardecer habría justificado pierde sentido dentro del raudal. A tres metros del grano de arena, se ahoga una hormiga que nunca se vio en el espejo.
¿Sufrió?
El reguero desemboca en la cuneta del camino y acelera su curso hasta que el tocón atascado lo revienta y lo divide. El grano de arena es arrastrado por el cauce derecho, que regresa al pinar. Más tarde, bajo un sol de terciopelo, se detiene junto a la piña roída.  La composición química de la arena, mezclada con agua del cielo y combinada con esencias de espliego, tomillo y ajedrea, dulcifica el aire con un aroma que conmueve al ser humano.
Eau de tierra mojada.
El grano de arena ha adelgazado. El baño le ha dejado limpio y semitransparente. Nunca se había sentido gordo, flaco, atractivo o detestable. Ahora tampoco. Podía haberse disuelto completamente en el torrente de agua, pero no le importa. Ha sido arrancado de su hogar, transportado por el viento, acariciado por un ser monstruosamente grande, raptado por una hormiga y arrastrado por la riada.
Reducido a la mitad de sí mismo.

Es un buen día para la lombriz superviviente. La tierra húmeda le facilita el tránsito y el alimento. Repta bajo la piña roída y sale a la superficie. Olvida que la semana anterior su pariente fue arrancada de su agujero por un niño juguetón. Ignora que terminó atravesada por un anzuelo y devorada a medias por la trucha que quería merendar gusanos. La trucha que a su vez se ahogó en la mochila del niño, fue rebozada en harina y achicharrada en una sartén.
No sabe que se llama lombriz.
El grano de arena se pega al vigésimo séptimo anillo del gusano.
Otra vez, pensaría.
Otro viaje.
Más lento.
Pero ya estamos otra vez.
Ser una porción mineral inerte es una bendición cuando el ritmo lo marca un anélido. Después de volar y navegar, la velocidad de lombriz habría desesperado a un ser irritable.
Afortunadamente, algo inmune al hastío es también inmune al pánico.
El pariente merendado por una trucha no tuvo tiempo de advertir: No salgas. No reptes a media tarde. No pierdas de vista el cielo.
La madre picaraza se posa junto a la lombriz, abre el pico y lo cierra sobre treinta y dos anillos, entre ellos el vigésimo séptimo.
Ya estamos otra vez.
El vuelo es corto. El gusano se mueve ¿aterrorizado?, pero el esfuerzo es inútil. Si pudiera verlo, el pariente se moriría de nuevo. Esta vez de risa.
El grano de arena sigue mostrándose entero y arrogante.
El nido está ocupado por cuatro polluelos hambrientos. En el centro, una moneda de cinco duros, con agujero; y un anillo dorado: David. 14-10-2000.
Las crías, vistas desde la perspectiva y el tamaño de una lombriz, son horribles. En lugar de piar, quiebran el silencio y encienden el ánimo. La lombriz ¿agradece? al Creador la sordera congénita.
El pico de la más fea de las urracas se convierte en un abismo negro.
Se aproxima.
Se abre de nuevo.
Se cierra.
El mundo desaparece y el grano de arena descubre la digestión aviaria.



Un silencio familiar envuelve la pequeña hendidura en la roca. Sobresaltado, el grano de arena tantea su alrededor: el vértice superior, salado y calizo; luz mortecina al frente, filtrada por el milímetro abierto al horizonte; partícula de agua a los pies, siempre alimentada por el pasadizo húmedo.
El hogar.
La imagen de una hormiga que se carcajea le asusta. Tiembla todo su cuerpecito. Sortea los árboles, se incrusta en el ojo humano y el cielo ruge. La tormenta está a punto de ahogarle. Alguien le cuenta historias de faraones. El suelo se mueve. El agua lo va a disolver sin piedad. Un anillo de oro en los dedos de un niño que pesca con anzuelo. Una picaraza lo muerde hasta reventar sus partículas minerales. La hormiga continúa riéndose pero está muerta, peinándose ante un espejo.
Despierta.
Todo ha sido un cuento.
Sólo un cuento.
David Sáez Ruiz. Octubre de 2007


Gusanito

El sonido de la sirena me sorprendió dormidito en la cama, soñando con un destino muy lejano. Al abrir los ojos pulsé el botón del despertador, pero el estruendo persistía y mi irritación aumentaba. Me incorporé para ver la hora.
Pronto.
Prontísimo.

Mi reloj no era el responsable de aquel atropello. Aquella alarma insistía en torturar mis oídos.
La alarma.
¿La alarma?
Salté del lecho. Sin peinarme, me asomé al pasillo.
No hizo falta hablar con nadie para comprender. Decenas de compañeritos se movían de un lado a otro anunciando a gritos el viaje final. Me adecenté y bajé al barracón principal. Las noticias se mezclaban allí con los rumores, según saltaban de una boca a otra.
Al parecer, los vigías de la pared sur habían detectado un tacto diferente, mucho más delicado que en otras ocasiones. Uno de los científicos había insinuado que el viaje final podía ser inminente y su voz voló en cuanto fue escuchada por el correveidile de turno. 
La efervescencia de la muchedumbre era incontenible. El pabellón vibraba, el suelo se volvía techo y las paredes igual venían hacia nosotros que se alejaban. Haciendo gala de mi serenidad (o de imprudencia), decidí que había tiempo para tomar un refrigerio. Busqué entre la multitud la mirada del Pecas y al encontrarla, le invité con un guiño a compartir cantina y conversación.
Nos sentamos como siempre, el uno junto al otro, apoyados ambos en la barra y mirándonos de reojo. La cosa no estaba para pedir tonterías, así que optamos los dos por el aguardiente de sales. Un estómago calentito es mejor compañero de viaje que un estómago frío. Permanecimos callados hasta el primer sorbo de la segunda copa.
- La tropa, Pecas, está alborotada.
- Más que nunca, Gusanito, más que nunca. El gilipollas del Narices lleva una hora agachado junto a la salida, regulando la respiración. Como sea ésta la buena y el destino quiera verlo vencedor, el Universo se ha de arrepentir de esto.
- Y tanto, Pecas, y tanto.
Debió de reconocer la tristeza en mis ojitos, o adivinar mi pensamiento, porque sus palabras dejaron mi corazón al descubierto.
- Seguro, Gusanito, que esta noche nos juntamos aquí de nuevo, a reírnos de los que ganaron la falsa alarma y a brindar por su vuelo, pero también es probable que no volvamos a vernos. Has sido un buen amigo. Si la suerte me eligiera para llegar a la meta, sabré acordarme de ti en la otra vida. En caso contrario, por desgracia más probable, me despediré sabiendo que valió la pena existir porque compartí cantina contigo.
Lloré. A pesar del estornudo que inventé para disfrazar la melancolía, el Pecas notó mi turbación y me dio una palmadita en la espalda.
- No te apures, Gusanito, ya sé que quisieras decirme lo mismo y no puedes, que siempre fuiste un sentimental, aunque nunca lo reconocieras.
- Gracias, Pecas, gracias.
El Cantinas nos escuchaba mientras fregaba las tacitas, con los ojos enrojecidos, como cada vez que había follón. Desde que el chaval se había marchado al oeste, no sabía de él. Le gustaba decir que permanecía en el este por cuidar el local, pero todos sabíamos que era la esperanza de verlo regresar lo que le mantenía en la vieja cantina. Jamás quiso escuchar las historias sobre la catástrofe de los vecinos. Rumores de vieja, decía.
La sirena general nos sorprendió a los tres con la vista perdida en el vacío, más borrachos por la  nostalgia que por el licor. Falsa alarma o viaje final, el momento había llegado. El Cantinas nos dijo sin hablar que él se quedaba, pues el negocio era el negocio y ya se sentía mayor para la vida eterna; que tuviéramos cuidado y mucha suerte, que nunca lo olvidáramos. Con una sonrisa le respondimos que hacía bien en quedarse y mal en dudar de nuestra memoria. Decir, dijimos simplemente adiós.

Habíamos oído muchas historias sobre la carrera final, pero, al menos en su inicio, la realidad se parecía poco a la leyenda. Cuando llegamos al barracón principal, un remolino ascendente nos atrapó junto al resto de la marabunta y nos empujó hacia el norte. Los ansiosos que llevaban una milésima guardando sitio junto a la abertura, nos miraban inquisidores al comprobar que el ascenso no respetaba turnos. Aquello parecía más un viaje organizado que una competición
Un pasillo vertical se descubrió ante nosotros. Lo atravesamos a gran velocidad y alcanzamos enseguida un nuevo pasadizo, esta vez horizontal. Sentí angustia. Había emprendido un viaje sin destino que no incluía billete de vuelta. Quise estar con el Cantinas, tomando un licorcito casero y hablando de cosas intrascendentes; añoré el aburrimiento. Algunos intentaban emprender el camino de regreso, pero la marea era tan lenta como inapelable.
Los acontecimientos no daban tregua para el terror. El terreno volvió a empinarse como una pared y el impulso divino que nos empujaba pisó el acelerador. En el tiempo que dura un grito de espanto, avanzamos más milímetros de los que habíamos recorrido en todas nuestras vidas juntas.
El ímpetu misterioso frenó de pronto y el conducto volvió a perder verticalidad. El grupo del oeste empezó a llegar por un tubo gemelo del nuestro. Descubrimos la bifurcación de los caminos al volver la vista atrás. Parecía que de allí en adelante habríamos de compartir destino con ellos.
Los más repelentes de nuestros paisanos empezaron a susurrarse cosas al oído y a mirar a los rivales, que llegaban con las mismas caritas de susto que nosotros. Me pareció reconocer en una de aquellas miradas los ojos del Botellines, el chaval del Cantinas. Miré al Pecas, que pareció adivinar mi pregunta.
- Es él ¿verdad, Pecas?
- Podría jurarlo sin miedo al error. Qué amargo contrasentido, Gusanito. Para una vez que la esperanza tiene más razón que la certeza, no hay modo de contárselo al Cantinas. La vida, Gusanito, es más jodida de lo que pensábamos.
-La irreversibilidad de las cosas, Pecas, la irreversibilidad. Es lo que tiene.
Nos acercamos a saludar al zagal, a darle razón de su padre y a informarle de cómo transcurría la vida en su zona natal. Él nos regaló una sonrisa al vernos llegar. Debió de interpretar mal nuestra intención, porque respondió a una pregunta que no pretendíamos hacer.
- En el oeste cuentan la misma historia sobre el este. Creen que una falsa alarma nos condujo a la catástrofe por pasarnos de listos. Cuentan las mismas patrañas sobre nosotros que yo escuché sobre ellos en la infancia. Estamos todos igual de gilipollas.
El Pecas habló por los dos.
- Saludos de tu padre, chaval. Él siempre supo que la leyenda era falsa.
Volvió a sonreír e intuimos un gesto de alivio en su rostro. Deseándole suerte, nos despedimos y volvimos a ocupar un sitio entre la muchedumbre. Sin mirar al Pecas, supe que pensaba en lo absurdo de nuestra existencia. Habíamos crecido pensando que un cataclismo masacró a la población vecina por su carácter ansioso. Estábamos convencidos de que el nuestro era un pueblo cabal, que sabía conducirse con prudencia en los momentos difíciles. La trágica leyenda era un mito y nuestra vida se había construido sobre un suelo movedizo, lleno de mentiras y cuentos de vieja.
La revelación era demoledoramente frustrante, pero la realidad que implicaba resultaba aterradora. Nadie, jamás, había regresado. Ningún rezagado juglar había existido. Todos éramos marionetas torpes que desconocían su condición y su rumbo. Olvidamos por unas micromilésimas nuestra situación. Mirándonos a los ojos, conversamos en silencio sobre lo absurdo de nuestra existencia, hasta que los acontecimientos volvieron a atropellarnos.
Un enorme boquete se abrió a nuestras espaldas y el pasillo se convirtió en un río incontenible. Los gritos regresaron y el miedo volvió a dibujarse en cada carita. Esperando un milagro que me permitiera regresar, conseguí enroscar la colita en un pequeño saliente de la parte superior del tubo. Vi marchar al Pecas interrogándome con su mirada, incapaz por una vez de adivinar mi pensamiento.
Ni yo mismo sabía lo que buscaba en aquel gesto desesperado, pero recuerdo que conseguí soñar despierto unos instantes. Me dibujé en una de esas tardes que se adelantan a la primavera, de paseo por los pasillos del este, fumando un cigarrito. Me sangró el alma al recordar las horas buenas, al descubrir que estuve vivo y no lo supe, al darme cuenta de que siempre se hace tarde para ser feliz.
Disfruté del edén de la fantasía hasta que mi clavo ardiente desapareció. Un nuevo torrente de líquido desgarró la pared  e inundó mi boca. Salí despedido, tosiendo y escupiendo aquella sustancia. Su sabor era amargo y estaba demasiado caliente, pero me sentí fuerte, ágil, dispuesto a comerme el mundo. Observé cómo aquel elixir se disolvía en el río y constaté su poder mágico cuando todos mis congéneres aceleraron el ritmo, contagiados del mismo vigor que yo tenía.
Tomamos la última curva conteniendo la respiración. El camino se transformó en un interminable desagüe, y en lugar de afrontar la gravedad nos hicimos sus cómplices. Jamás en nuestras vidas habíamos visto algo tan largo y tan recto. El miedo, la angustia y las dudas iban quedando atrás a medida que nos abalanzábamos hacia el final. El nuevo mundo, lleno de misterios y aventuras aguardaba al otro lado  del túnel.
Me sentí Supergusanito, cruzando desafiante todas las barreras, liderando una cruzada contra el miedo, conduciendo a mi civilización hacia la libertad. Diez, quince, quizás veinte centímetros después, un enorme agujero seccionó el corredor, dejándonos en la tierra prometida.

El torrente que nos había llevado hasta allí desembocó en una especie de bolsa blanca y viscosa. El impacto de nuestros cuerpecitos contra aquella barrera desgarró el silencio de un modo cruel. El Pecas me miró a los ojos, asustado. Por primera vez vi el miedo en su carita. Algo funcionaba muy mal y estábamos a cientos de milímetros de casa. Los más ansiosos empezaron a golpear la pared que había convertido nuestro río de vida en un lago marchito. Quedaban inmóviles al tercer empujón. Muertos. Era el fin. No había vuelta atrás, ni presente ni futuro.
Enloquecí. Perdí la sobriedad que me había acompañado toda la vida en el momento oportuno. Buscando la gloria, la salvación o el suicidio arremetí contra aquella repugnante frontera y atropellé con mi cabecita el tejido asesino.
Si el agujero lo hice yo o esperaba allí puesto por el azar, jamás lo sabré. El caso es que cuando abrí los ojos la bolsa había desaparecido. El mundo tampoco estaba. Había pasado al otro lado. Los universos se habían unido para que yo estuviera en aquel lugar.
Al ver al Pecas encabezando a mi gente a través del agujerito me conmoví. Ya no había este, ni oeste, ni leyendas. Sólo una raza unida contra la adversidad, un pueblo honrado y luchador que se había atrevido a llevar la contraria a su destino. Rezamos un minuto por el alma de los caídos y empezamos a nadar. Desesperadamente.
Asumiendo con decisión mi condición de lider de multitudes, tomé la delantera. Me sentía capaz de abrir los mares que se interpusieran en el camino y de luchar contra los guardianes más feroces. En pos y defensa de mi pueblo. Olvidé el carácter competitivo de la nueva situación y sin mirar atrás, nadé.
El grupo me seguía en silencio, hipnotizado por el paisaje. La amplitud de aquel conducto de paredes carnosas y blanditas contrastaba con la estrechez del viejo mundo. Pronto descubrí que nuestros únicos enemigos eran el tiempo y el espacio. El primero por escaso y el segundo por interminable. No había dragones, ni océanos que seccionar, tan sólo mucha distancia y poquitas fuerzas.
La euforia inicial empezó a decaer cuando llegaron las primeras bajas. El Narices, el Colas, el Botellines. Uno a uno, compañeros y rivales iban quedando en el camino, suspirando su aliento de despedida. No fui consciente de mi posición hasta que no me fijé en la carita de cansancio del Pecas, varios milímetros detrás de mí.
Me aterrorizó la idea de dejarlo a merced de sus escasas fuerzas, así que decidí esperarle. Su voz llegó a mis oídos varias millonésimas antes de que su cuerpo me alcanzara. Esta vez era yo el que podía leer su pensamiento. Sabía que iba a reñirme por esperarlo, probablemente con razón. Pero era mi amigo. Necesitaba ofrecerle mi ayuda, verlo de frente una vez más y charlar en silencio con él, como tantas veces.
Llegó jadeante, exhausto y muy enfadado. En sus ojos entendí que saliera despedido de allí, que luchara por mi memoria y por la suya, que venciera en honor del Cantinas, del licor casero y de todas las tabernas de todos los mundos. Con el brillo sonriente de sus ojos, me recordó nuestra amistad y me pidió que la convirtiera en eterna. Decir, simplemente dijo adiós.
Las lágrimas afianzaron mi determinación y apreté los dientecitos hasta que me dolieron. No nadé, volé a través de los fluidos de aquel cosmos misterioso que invitaba a conquistarlo. Adelanté a los que habían sacado provecho de mi sentimentalismo y recuperé la primera posición. Esta vez con la intención de no abandonarla.

Poco después de despedirme del Pecas, mis fuerzas flaquearon. Los  musculitos lloraban de dolor a cada impulso de mi cuerpo y añoraba a mi amigo como nunca había echado en falta a nadie. Tenía que llegar. Por él, por mi tierra y por la nueva prometida. Seguir, seguir, seguir. Luchar, luchar, luchar. Ganar, ganar, ganar.
Mis últimos milímetros los tuve que soñar, porque no fui capaz de abrir los ojos. La vida eterna tendría que ser muy larga para superar aquello.
Fue un olorcillo dulzón lo que me hizo despertar del delirio. Era tan cautivador como el aroma del aguardiente de sales. Me detuve excitado frente a un cruce de caminos. Mi olfato sugirió tímidamente que procedía del agujero izquierdo. Decidí hacerle caso. Robándole las fuerzas a mi último suspiro, agité la colita y comencé la ascensión.
El corredor se intuía mucho más largo que el de nuestro universo y esta vez no había río que me ayudara a avanzar. Tan sólo tenía el coraje que regala un sueño. Me rendí secretamente una docena de veces y en doce ocasiones superé la tentación. Ascendí despacito, a impulsos de rabia. Hasta que la vi.
Difuminada por mi visión cansada y angustiosamente lejos, se presentó ante mí la más bella criatura que cabecita alguna jamás osó imaginar. Era redonda, de color rosado. Desprendía un perfume capaz de endulzar el rostro más serio. Avancé tímidamente hacia ella.
Me puse más colorado que un glóbulo rojo cuando descubrí su mirada en mis ojos. Con ella me contó que llevaba una vida esperándome, que me introdujera en su seno sin dudar, que juntos habríamos de fundar el más bello de todos los mundos. Decir, simplemente dijo ven.
Y fui. Ebrio de amor, asomé la cabecita por el hueco que me había querido enseñar. Casi lloré de felicidad al introducirme en su cuerpo. Acepté la desintegración de mi colita y brindé secretamente por el Pecas. Desapareció mi vida y me transformé en mitad. La besé y me besó. De lo demás, nada recuerdo.

En memoria del Pecas, el Botellines, el Cantinas y todos los espermatozoides que quedaron perdidos entre dos mundos.
D.S