sábado, 12 de enero de 2013

Relatos: Pánfilo (2007)



Pánfilo


Me llamo Pánfilo. Tengo treinta y cuatro años y escribo mis memorias escondido en la bodega de un velero bergantín (que no corta el mar, sino vuela)
Poco importa que no me crea. Usted dice que otra persona sólo me puede influir si le doy ese poder. A mí plim lo que usted piense. Antes me dolía que pensaran mal de mí, pero ahora plim y bien plim. Lo que opine la gente, me la repanpinfla bien repanpinflada, o plinflada, que nunca me aclaro. Desde que usted me dijo que no pueden hacerme daño si no quiero, soy feliz. Fíjese que gilipollez: me pego veinte años comiéndome la cabeza sobre lo que pudieran o pudiesen pensar de mí los demás y me entero en la bodega de un velero bergantín (que no corta el mar, sino vuela) de que todo eso importa una mierda.
No me está mal empleado, que diría mi viejo. No creo que abra la boca, después de la colleja que le di la última nochebuena, sobre todo porque desde entonces no ha vuelto a respirar. Además, que el viejo me la suda. Como no está en la lista de personas con derecho a influirme, requeteplim. Toda la vida diciéndome que soy un inútil, que no me está mal empleado esto, que no me está mal empleado aquello, que no voy a llegar a nada, que a mi vieja le pega porque le da la gana y porque es su mujer, que no me meta si no quiero recibir yo  también...
Pues ahora jódete. Yo sigo en la trena saldando mi deuda con la sociedad, pero tú estás bien fresquito en la tierrecita del cementeriecito, o cementeriíto, que nunca me aclaro. Y si tienes huevos, apareces esta noche en mi celda y me das un susto, que aún puede que te caiga un guantazo. No me olvido de ti. Todos los martes sales en la terapia. Dice el psiquiatra que he de perdonarte, que el rencor sólo me hace daño a mí, sobre todo ahora que la has cascao. Él, que hasta que no te perdone no descansaré, y yo que hasta que no te partí la cara no respiré; y él que bien, pero que ahora no hay solución y he de seguir con mi vida; y yo que me cago en mi vida y en mi padre, que el diablo lo guarde en la miseria; y él que me tranquilice, que ya seguiremos otro día y yo que vale, pero que me cago en mi padre. No sé por qué pierdo el tiempo contigo. A ver si pasa un día sin que vea tu careto en el espejo, que encima tengo la desgracia de parecerme a ti. Hasta en las cicatrices.
Por cierto, ya sabe usted que me llamo Paco. He dicho que me llamaba Pánfilo porque me ha salido de los cojones.

Capítulo segundo.

Después de la breve introducción en la que se esbozan algunos aspectos de mi inestable personalidad, he considerado, más sosegado, que debía comenzar mis memorias aludiendo a la más antigua de las imágenes que guardo en el corazón. De vez en cuando me dejo seducir por la magia de los recuerdos y, ebrio de nostalgia, llego a contemplar al niño que fui, peinadito a raya y vestido con el babi de parvulito. Parece que puedo verme: tan morenito, con esos ricitos rebeldes que sembraban ternura en las personas mayores, medianas y menores.
Mamá, siempre sonriente, cogía mi mano con firmeza. Me daba la seguridad necesaria para esquivar el miedo propio de un infante a la vez que fomentaba mi autoestima con su amor incondicional.
Cuando busco un rastro de lo que fui siempre me veo así, de la mano de mamá aquella mañana fría. La mañana de mi primer día de colegio. Don Felipe salió a recibirnos a la puerta del viejo edificio de ladrillo. Me miró con aquella sonrisa suya que casi escapaba del rostro y, guiñándome un ojo, me dijo: “Tú debes de ser Francisquito. No lo podrías negar, porque tienes los mismos ojos de travieso que tu papá cuando era como tú”.
Recuerdo su voz varonil, reconfortante como ninguna. A veces guardo silencio y mi estancia se inunda de cacofonías de don Felipe y Papá. Entonces pienso en lo mucho que les echo de menos y, tras enjugarme las lágrimas que resbalan por mis mejillas, me consuelo recordando que fui feliz.

Capítulo mierda.

Don Felipe era el cabrón más grande que ha parido el mundo. Entre el viejo y él me amargaron la existencia. Si sus mamás hubieran abortado, Francisquito, en lugar de estar tonto perdido, sería ahora feliz porque no habría nacido. Fíjese, señor psiquiatra: si en esta vida me han dado, pongamos que cincuenta millones de bofetadas, entre el uno y el otro suman cuarenta y nueve millones, novecientas cincuenta y siete mil, trescientas noventa y nueve. Don Felipe me dio la primera de las que recibí fuera de casa:
Había que llevar un cuaderno nuevo de Rubio, de esos verdes. La vieja salió con que podía utilizar el de mi hermana y yo, pues como crío, lo que la vieja dijera. Llegué un cuarto de hora tarde, con la cara bien caliente por haberme dormido y, después de comerme una hora de rodillas, don Felipe me pidió el cuadernillo y se lo di. Al verlo empezó con que si me creía que era idiota, que de quién me quería reír y si era imbécil. Le dije que de imbécil nada, que la vieja había salido con aquello y que yo qué iba a hacer. Total, que me cayó. Me estampó un guantazo tan fuerte que los demás chavales se asustaron más que yo. A mí no me dio la gana llorar, y eso debió de picarle, porque empezó a gritar como un loco y a llamarme chulillo, gamberro y sinvergüenza.
Un pedazo de cabrón, don Felipe. Creo que aquel día se me cruzó para siempre. Más tarde, cuando le abrí la cabeza de un ladrillazo, salí en las noticias y todo. Nadie se explicaba cómo un zagal de diez años podía ser tan malo, cómo la sociedad patatín, cómo la educación patatán. Si en vez de pasar al hombre del tiempo hubieran contado lo del cuaderno de Rubio, la gente me habría entendido. Las cosas son más fáciles de lo que las hacen, tanta sociedad y tanta polla.
Por cierto, señor psiquiatra penitenciario ¿Esto va a darme pasta? Yo escribo las memorias porque tampoco tengo otra cosa que hacer, pero se habrá dado usted cuenta de que no soy tonto. Si de aquí sale petróleo, el Pánfilo moja ¿eh?
Un porrito me voy a fumar. Por la inspiración. Lo digo para que no ponga luego que tengo eyaculación mental transitoria, personalidad escatologicoide o huevos pequeños. Es un canuto, nada más. Mire, ahora mismo me estoy poniendo como una berenjena. Como dice que cuente todo tal cual, con sinceridad, sin miedo a que nadie me juzgue... Pues eso, me estoy poniendo más fumao que una berenjena, señor psiquiatra. Fíjese que me está dando por acordarme de la nochebuena y de la risa no puedo escribir. Para qué le voy a contar. El caso es que eso no toca ahora, que primero le tengo que abrir la cabeza a don Felipe, comerme el reformatorio, atracar con intimidación a la señora aquella y la movida por la Juli. Pero así es la memoria.
No me arrepiento de matar al viejo, que pasó y pasó, como podía haber pasado de otra manera. Pero en aquel momento fue un marronazo. Yo había salido del trullo tras la condena por lo de la señora, que si quiero contaré después. El destino se conchabó con el Diablo para ablandar al señor juez y, entre los dos me dieron la libertad el día de nochebuena. La vieja se empeñó en que fuera a cenar a casa y yo, como no tenía otro sitio donde ir, allí me presenté. La Merche, mi hermana, empezó con que el viejo llevaba días sin llegar borracho, que le diera otra oportunidad, la navidad por aquí, la familia por allá. En fin, por bueno la volví a cagar, pero bien.
El Páncreas me había esperado en la puerta de la cárcel para invitarme a un festín. No sé como se lo monta el jodido del Páncreas, señor psiquiatra, pero toda la vida ha sido tan malo como yo y aún no lo han trincao. Había pillado una remesa de polen del fino, no esta mierda que me fumo ahora, así que imagínese. Nos pegamos toda la tarde en el parquecillo poniéndonos hasta los ojos. Le metí un bocado detrás de otro a la libertad, hasta que me empaché de reír. Pedazo de tarde, la de la nochebuena del año pasado.
El caso es que, con los ojos en el suelo, acudí a mi hogar a reconciliarme con el que hiciera falta. La cosa empezó bien, señor psiquiatra. El viejo no estaba cuando aparecí, así que la Merche, la vieja, la abuela y yo, charlamos un ratillo. La casa seguía oliendo a rancio, pero con el belén y los papeles de colores parecía navidad. “Qué bien te veo, hijo mío”, “vaya, vaya, vieja mía”, “ja, ja, ja”, “ji, ji, ji”. Buen rollito que te cagas. Hasta que el sonido de la llave masacrando la cerradura apagó la alegría. Le costó dos minutos abrir la puerta. Entonces me di cuenta de que había cambiado a mejor como yo, lo mismito que yo: por los cojones. El menda, por lo menos, sabe estar en cualquier sitio puesto de lo que sea. El viejo nunca supo estar en ningún lado. Vomitando en el baño, si acaso.
- ¡Coño, te han soltao! ¿Se ha pasado el juez con la sidra?- Mire al techo. Respiré. Ya estaba liada- ¿A qué vienes? ¿A jodernos la cena?
- Coño, a ti aún no te han pillao. Vaya melocotón que llevas ¿eh? ¿Había cazalla gratis en el bar de Julio?- La vieja me hizo una seña para que me calmara y lo dejara estar. Por no amargarle la noche, me comí el orgullo y callé la boca. De momento.
No le pongo más diálogo, porque no me da la gana. La historia es que la vieja y la abuela habían preparado un pollo asado, con un tomate y una cebolla dentro. Si mientras la pelaba, antes de metérsela al pollo por el culo, mi abuela hubiera sabido la que se iba a liar, con todo el dolor del mundo se la habría metido ella. La vida, es lo que tiene: que hasta que no termina la cinta no sabes lo que va a pasar. Lo chungo es que después no se puede rebobinar.
Estábamos todos callados, chupando cabezas de gambas, cuando salió mi madre con el pollo. Mientras el viejo insultaba al Rey y la Merche me contaba sus movidas, la abuela empezó a trocearlo. Mi padre (por no decir más veces viejo y tener que añadir que valga la redundancia) se quedó mirando la cebolla con cara de gilipollas. Empezó con que se cagaba en la madre que había parido a todo cristo, que vaya mierda de cena, que qué cojones pintaba una cebolla dentro de un pollo. A mí, fumao como una col que iba, me entró la risilla tonta al ver el careto de aquel borracho armando la de Dios por una cebolla. La abuela salió con que era culpa suya, que en la receta lo ponía pero que la tiraba enseguida y él, con su voz podrida de carajillo, le dijo que cerrara la boca, vieja de los cojones.
¡Buah! No has dicho nada ¿sabes? Mi madre se revolvió como una gata loca. Se había hecho a recibir guantazos, pero cuando mi padre se metía con la abuela se le cruzaba un ojo y no había quien la detuviera. Lo mismito que me pasa a mí. Muy bueno, muy bueno, hasta que se me cruza un ojo y no hay dios que me pare. Primero me miró, y vi en sus ojos que la iba a fastidiar. Después, con la voz empapada en odio, soltó el que te jodan más grande de toda la historia de los que te jodan. De esos que se dicen sabiendo que te tiras de un puente sin cuerding, retando a Satanás a que te conteste si tiene huevos. Total, que se lió. El viejo se levantó cuchillo en mano y dio un puñetazo en la mesa. Desprendía rabia por toda su piel. Mi madre, al verlo venir, le soltó que ella con un cuchillo también se atrevía, así que el macho ibérico lo tiró al aparador, y se cargó la cristalería de chicha y nabo. El cannabis acumulado en la sangre atascó mi reacción, porque no pude evitar que mi madre cayera encima del tío cagando, el niño y los reyes magos. Pensé, señor psiquiatra, que se iba a terminar tanta tontería. Cogí el pollo y aticé a mi viejo un pollazo en la cara que lo dejó más idiota de lo que estaba. Allí se habría terminado la cosa, si no me hubiera llamado hijo de puta. Habríamos repuesto el belén y cenado alegremente al son del chocolatero. Pero el tonto de joder me lo dijo. Si tu madre está llorando en el suelo, con los morros sangrando y te llaman hijo de puta, eres un delincuente, señor psiquiatra ¿Un asesino? Si nos ponemos a dramatizar, a lo mejor. Pero en aquel momento sólo cabía hacer lo que hice. Si va a convalidar por unos días en régimen abierto, diga usted que me entró locura momentánea, transitoria o estrafalaria. La verdad es que recogí el pollo del suelo, pillé la cebolla, se la metí en la boca y le arreé un sopapo en la coronilla. Tan grande que creo que la cascó antes de estrellar su cara en las gambas.
No me arrepiento, señor psiquiatra. Si esta tarde se lía la misma movida, el menda se vuelve a cargar a su viejo como se llama  Paco Pánfilo ¿Qué? ¿Que tendría que haberme calmado, rezar tres padrenuestros y aguantar más tonterías? A lo mejor, señor psiquiatra, a lo mejor. Pero como el miserable le dio un puñetazo a mi vieja y después me llamó hijo de puta, pues nada, pensé: se le mete una cebolla en la boca y se le da una guantada en la calva. Esto fijo que no convalida. Pero es la verdad.

Capítulo tres.

Ayyyyyy, ayyyyyy, ayyyyyy. Ese Pánfilo le cuenta a usted unas cosas que no sé lo que va a pensar de mi familia, señor psiquiatra. La muerte de papá fue una inmensa desgracia para nosotros, un terrible accidente doméstico. El Pánfilo ese es un gamberro y un mentiroso, no le haga usted caso, que no es de fiar. Lo que pasa es que me tiene celillos porque yo fui querido. A mí, señor psiquiatra, me han querido mucho, muchísimo, barbaridades de amor me han dado. De hecho, he estado hablando por ahí con gente y a pocos han adorado como a un servidor. Porque he tenido mis defectos, pero he sido buenísimo. No como el Pánfilo, que el mismo Satanás viene a veces a pedirle consejo.
Ayyyyy... Cada vez que me acuerdo de aquella nochebuena, las lagrimitas se me escapan como los pedos a un bebé. Maldita cebolla dentro del pollo asado. Infame destino, cruel y despiadado con la saga de los Alcázar ¿Por qué, Dios mío? ¿Por qué permitiste aquel estúpido atragantamiento? ¿Cómo dejaste al Demonio guiarme en el impulso de dar aquel golpe? Yo, Francisquito Alcázar, al querer salvar la vida del que me la había regalado, desencadené su muerte. Todos querían consolarme, pero nadie fue capaz. Sólo podía balbucear: “yo quería sacarle la cebolla, yo quería sacarle la cebolla, yo quería sacarle la cebolla”, llorando a moco tendido, poniendo perdida la alfombra de babas y lágrimas. Ay, señor psiquiatra, cuán amargo es el recuerdo al evocar la tragedia. Sé que Papá me mira sonriente desde el cielo. Un corazón tan bondadoso como el suyo a buen seguro me ha perdonado y desea mi felicidad. Pero a veces me despierto a medianoche convencido de que las cebollas, cuando se atascan en la garganta, se sacan con un golpe firme y seco en el pescuezo.

Capítulo Métete Un Balón de Baloncesto en La Boca

Pregúntele al imbécil de Francisquito qué hace en el trullo si papá murió de un accidente doméstico ¿Voluntario de una ONG de tontos del haba? ¿Agorafóbico? ¿Mala suerte? Yo le voy a explicar qué hacemos aquí, señor psiquiatra penitenciario. El menda, todo lo que tiene de lanzao, lo tiene de gilipollas. Aquí donde me ve, cara de malo, tatuajes por todo el cuerpo, descomunal miembro viril... Soy un pardillo de lo peor que hay.
Después del golpe fatal, la habitación quedó en silencio. La abuela se lió a recoger cacharros como si nada hubiera pasado, apartó la cara de su difunto yerno del plato de gambas y marchó con la vajilla a la cocina. La vieja seguía en el suelo, ordenando las figurillas del belén y Merche miraba al fiambre como si fuera a despertar y a matarnos a todos de un susto.
Fue ella quien rompió el hielo, aunque para lo que soltó se podía haber atragantado con una nuez:
“Diremos que fue un accidente. Total, iba borracho perdido, así que es fácil darse un guantazo y cascarla. Yo, por lo menos, seré una tumba. Se ha caído y se ha matao, se ha caído y se ha matao, de ahí no nos sacan”
Yo, que siendo el pequeño tengo más mundo que ninguno, le expliqué a mi hermana que la policía es un nido de ratas, pero no tiene un pelo de tonta. Nada más entrar y ver el percal, el menda al talego de tirón. Sin más. 
Silencio mortal. Prisa, no teníamos, porque nadie iba a venir en nochebuena, así por la cara, conque nos quedamos un rato allí tal cual. La vieja en el belén, el viejo con el careto en el hule de flores y yo frente a él, mirando la tele, como si de un momento a otro fuera a salir en las noticias. Pánfilo Pánfilez Morzute: el asesino del pollazo ataca de nuevo.
Fue la abuela la que nos arrancó temporalmente de la miseria. Salió de la cocina con el delantal perdido de sangre y la blusa remangada, decidida a arreglar la movida. Empezó con que ella había pasado una guerra, que estas cosas han de arreglarse con discreción, que patatín, que patatán. Total, que salió con que al difunto, al río. La tele rota, atadita al cuello para que no reflotara y todos tan contentos. Diríamos que había abandonado a la familia, que se fue a por tabaco y no volvió, que no teníamos ni puta idea de dónde estaba. Lo malo no fue la ocurrencia de la vieja loca, sino que fuimos tan imbéciles de hacerle caso.

Capítulo cinco.

De nuevo, mis ojos hacen chiribitas al leer las mentiras que ese bandolero le está diciendo. Si Papá levantara la cabeza se subiría por las paredes. Como ciudadanos ejemplares que somos los Alcázar, hicimos justamente lo que debíamos hacer. Habría faltado más, señor psiquiatra. Que ante tamaña desgracia, presas de la tristeza y el nerviosismo, hubiéramos caído en la sucia tentación de negar lo sucedido. Si los representantes de la justicia decidían que habíamos incurrido en un delito, no iba a ser Francisquito Alcázar de Granada el que intentara evadir su culpa. Que yo he sido querido, muy guapo y muy honrado. Sobre todo muy guapo. Así que, como habrá sin duda imaginado ya, decidimos llevar a papá al hospital, por si le quedaba un poquito de vida, que nunca se sabe con la catalepsia. Llamar a una ambulancia habría sido lo más fácil: incomodar a un amable y servicial empleado sanitario en la Noche de Paz, para que viniera a hacer nuestro trabajo.
Con cariño y paciencia, mi dulce hermana y yo cubrimos a papá con la manta más amorosa de la casa. Si tenía catalepsia, que no llegara también constipado y se complicara la cosa por un descuido. La abuelita, siempre regalando lecciones de experiencia, propuso una idea entrañable:
“Siendo la misa del Gallo el momento más esperado por vuestro padre, desconociendo como desconocemos si habrá o no televisión en la clínica ¿Por qué no cargamos con el aparato hasta allí, no sea que Dios abra los ojos al bueno de Paco antes de las doce?”.
No puedo reprimir unas lagrimitas al recordar aquellas palabras. La abuelita, que alguna que otra vez había tenido desacuerdos con papá, en los últimos momentos nos dio tan bella lección ¿Cómo íbamos a negarle a nuestro papá cataléptico la misa del gallo? ¿Quién, sobre la tierra, puede ser tan malo?

Capítulo Rellena los huecos: Por el            te la hinco.

Si papá levantara la cabeza tendría la cara llena de peladuras de gamba podridas como él, pedazo de idiota. Si no estuviera pendiente de juicio, te ibas a enterar dónde acaban los que le tocan la moral al Pánfilo. Usted sabrá a quien creer, pero la movida, tal como le cuento fue:
La ocurrencia de la abuela me pareció lo que era: una gilipollez. Lo que pasa es que a mí, el hachís, cuando está bueno, me ablanda el corazón. Tenía que haber salido de allí por piernas, pero me supo mal dejar el marrón a las tres marías, tan tontas y asustadas. Total, que la inspiración divina entró por la ventana y se clavó en mi frente. Me levanté y empecé a dar órdenes, como Klint Eastwood en las películas (lo escribo que te cagas ¿eh?)
La vieja habría bajado en faja a la calle si le hubiéramos dicho que daban caramelos, conque tirar al viejo al río le pareció de lo más normal. Hoy me acuerdo del ratillo aquel y me da más vergüenza que otra cosa. La tele por aquí, la soga por allá... Ves dos veces El Padrino y te crees que puedes librarte de un marrón. Con todo, señor quita-tonterías-del-perol-a-los-taraos, fíjese que podía haber salido bien. ¡No se ría, que le meto un melón en el culo! Le juro que con un poquillo de suerte y una par de cagadas menos, la cosa habría salido. La primera fue, puestos a matar idiotas, olvidarme del bragazas del vecino. Seguro que estaba pegado a la mirilla. Tuvo que llamar a la pasma, porque no es normal que circulara tanta madera en nochebuena. La próxima condena me ha de caer por hacer comer un quilo de cebollas al payaso ese.
La segunda cagada la hice al permitir que la vieja, la Merche y la abuela acompañaran al menda a limpiar el asunto.
El cuerpo lo teníamos disimulao de lujo. Entre la Merche y yo lo habíamos envuelto en la manta verde que picaba. Podía parecer cualquier cosa del tamaño de un muerto. La abuela tenía que esperar abajo, por si venía alguien, decirle que el ascensor estaba estropeado y soltar un estornudo de los suyos, para avisarnos. Mamá, con abrir mucho los ojos y poner cara de tonta ya hacía bastante.
Sólo tuvimos un problemilla para encajar al viejo en la jaula y otro para desencajarlo; nada que no se arreglara con una patada en el culo. Por la acera, no pasaba ni Dios, así que meterlo al coche nos costó un plis plas. La abuela, pesadita que se puso la jodida, se empeñó en llevar una pandereta para no levantar sospechas. Yo no iba a discutir, que me había cargao a mi viejo de una colleja y bastantes bollos tenía el horno. Subí a por la tele vieja, la puse en el maletero y entré al coche. Antes de que se me vaya el tiesto, señor psiquiatra: risitas, las justas, que tengo la mano muy larga.
Todo fue de puta madre hasta que se torció, como siempre. Paramos el Ocho Cinco Cero Metalizado Beis de la Merche junto a un puente podrido y oscuro. Bajamos del coche y disimulamos. Uno se asomaba al río, el otro tocaba la pandereta, fun fun fun, rompompompom, ya sabe usted cómo son estas cosas. Nadie a nuestra derecha, nadie a nuestra izquierda, un frío que te cagas... Parecía una película del estrangulador de Palencia, con farolas fundidas y vapor saliendo del suelo, pero más cutre. La abuela salió con que ella se encargaba de atar el fiambre a la tele, que sabía hacer no sé que nudo marinero. Marinero no sé, pero le apretó el cuello como si lo quisiera matar otra vez. Atar la tele era más difícil. Pesaba como una vaca preñada y la cuerda iba más justa que justa. En esas estábamos cuando escuchamos la sirena. A mí me bajó el frío a los pies y me quitó las ganas de reír.
“Tíralo, tíralo ya”, empezó la Merche. Yo me puse cardiaco, porque sabía que además de ir al talego nos iban a dar dos sopapos bien dados, con razón de la buena.
Pillo al viejo en brazos. El ruido de la sirena cada vez más fuerte. Empiezo a sudar. Los riñones que avisan. La sirena que no cesa. Los riñones que amenazan a mala leche. La abuela intenta pillar la tele. Se cruje. Me cago. Los riñones me dan el último toque. La Merche ayuda a la abuela con la tele y se cruje también. La sirena ya la tenemos metida en el hígado. La vieja se pone con la tele. Los riñones me pegan un crujido de mil pares de huevos. Me caigo con el marrón encima. Las tres marías al suelo también.
El madero se nos quedó mirando serio, con los ojos muy abiertos, sin preguntarnos nada.
“Es que mi yerno se ha suicidado, señor agente. Mi nieto lo ha envuelto hasta que llegue el juez, que ya viene de camino. Váyase tranquilo a cenar”. El hombre seguía allí, recto como una vela, sin pestañear. Se quedó mirando a la abuela, desparramada en el suelo, soga en mano, junto a la tele, su hija y su nieta. “La tele, no se preocupe, que no funciona, se jodió con la tormenta”.

Capítulo séptimo, señor psiquiatra.

Acepto que el señor agente se mostró confundido ante aquel cortejo que, descartada la catalepsia, resultó ser fúnebre. Acepto que, desesperados por la tristeza, en aquel momento de la noche habíamos decidido arrojar a papá al río, donde tantas veces pescó barbos. Acepto, aunque a regañadientes, que mi dulce abuela se ensañó inconscientemente al apretar la cuerda en el cuello de Papá; y es que ya sabe usted que entre suegras y yernos siempre queda alguna aspereza por limar.
Pero bajo ningún concepto aceptaré que la tele la hubiera estropeado ninguna tormenta. Funcionaba tan bien como una impresora Jeulet pacar recién comprada. Es más, señor psiquiatra: si al buen carcelero que nos retuvo en la celda hasta que me confesé causante del cebollesco accidente no le hubieran dolido las muelas como sin duda le dolían, todos juntitos habríamos visto la misa del gallo en aquel calabozo que, por su austeridad, tanto recordaba al portal de Belén.

Capitulo, capitulas, capitula, capitulamos, capituláis, capitulan.

Y la abuela era el Arcángel San Germán, no te jode. Ahí queda el asunto, señor Sigmund Cruyff. Contado y bien contado. No me apetece discutir con el tonto del haba ese, que ya estoy de escribir memorias más harto que Tarragona de pescao azul congelado y en varitas.
¡Ah!, por si se me olvida: si se le aparece don Felipe, pregúntele a él por qué le abrí la cabeza, que a mí no me da la gana contárselo. Que es muy bonito decirle a un crío lo que me dijo el calvorotas aquel ¿sabes o qué? Que para recordarle a un zagal lo hundido que está en un pozo de mierda y lo mal que huele y lo peor que huelen los suyos, no hace falta estudiar tanto ¿sabes o qué? Que me acuerdo y me dan ganas de reventarle la cabeza otra vez ¿sabes o qué? Que yo de mi viejo tengo el apellido y el careto, pero nada más. Delante de otros veinte críos no se me dice a mí lo que me dijo. Se quedó bien a gusto, pero mira: por bocazas se ha perdido cuatro mundiales y dos guerras de Irak.

Capítulo nueve.

Mal que le pese al bruto ese, yo le voy a contar cómo la casualidad dispuso que un ser tan noble como don Felipe no llegara a conocer la apoteosis del gran Chiquito de la calzada. Si el espejo ya me advertía entonces de la belleza que habría de irradiar para siempre mi rostro, mi condición de cenizo también empezaba a manifestarse. Fíjese si es listo el diablo, que me tentó a subir a la azotea del colegio con una piedra caliza de trescientos gramos. Yo había disfrutado del recreo en dicha azotea junto a un sinfín de amiguetes, y todos habíamos apreciado el amargo dulzor de las nueces a medio madurar que el nogal del patio ofrecía en su esplendor. Aprovechándose de la inconsciencia de los infantes, Satanás dispuso que un servidor olvidara en el terrado un pañuelito de cuadros azules repleto de tan rico y seco fruto. Como es natural, al terminar mis clases regresé a por ellas, cargado con una piedra que me sirviera para abrirlas en caso de apetencia. Yo no quería matarlo, señor psiquiatra ¿Cómo iba yo a ser tan desagradecido con el bondadoso don Felipe, si minutos antes me había puesto colorado de orgullo? Delante de todos los niños del colegio, me había dicho que iba a terminar como mi papá. Tan pulcros y precisos eran mis trabajos que, al verlos, aseguró sin pudor que llevaba camino de parecerme al mismo Papá: honrado, trabajador y listísimo.
Tan satisfecho me sentí después de oír aquellas palabras, que decidí regresar a por mis nueces para celebrarlo con inocente y saludable banquete. Pero el demonio aguardaba agazapado mi llegada y, en un zarpazo de negro azar empujó el pañuelo al vacío cuando mis manitas apenas lo habían rozado. Ante la rabia de ver aquel bien textil flotando hacia el abismo, lleno de nueces y mocos... ¿Qué habría hecho usted, señor psiquiatra? Imagínese que sube cinco pisos con una piedra caliza de trescientos gramos, deseoso de saborear su merecida merienda y se le caen al patio el pañuelo y las nueces. De puro coraje arrojé la piedra al horizonte e imaginé que alcanzaba los negros nubarrones que tapaban el sol. Pero Lucifer había incitado al buen don Felipe a cruzar el patio ajustando el tiempo y el espacio con el vuelo de mi proyectil ¿Se acuerda, señor psiquiatra, de las olimpiadas de Barcelona? Cuando el buen Antonio Epifanio entregó el fuego al señor del arco y el señor del arco encendió una flecha y la disparó hacia la noche y al caer en la antorcha iluminó el cielo olímpico ¿Se acuerda?
Pues, poco más o menos, señor psiquiatra, así terminó lo de mi piedra y la cabeza ya entonces desprovista de pelo de don Felipe.
Capítulo Completa la frase: Agárramela que se me________[1]
Querrá usted saber por qué soy malo. Cuando me salió con la movida de las memorias le vi el plumerito, señor desatasca cabezas. Pues soy malo porque soy ¿Qué quiere que le cuente, curiosón? ¿Que de chiquitín me quemaban los dedos con cigarrillos? ¿Que la vida ha sido injusta conmigo y la sociedad apesta? Pues se va usted a quedar con las ganas, porque soy malo porque soy ¿Por qué soy? Porque me sale de los _______[2]. Miserias, tengo como todo D___[3], pero después de veinte años haciendo el C____´_[4], paso de andar ahora llorisqueando como un niñato.
Si lo que buscaba al pedirme que escribiera estas memorias era conocer por qué estoy siempre de mala h_____[5], le voy a contar una movida que igual tiene miga. Lo de mi viejo ya está liquidado: me puteó, me lo cargué y se acabo. Que le den por el ____[6]. Eso me ha dejado gilipollas, pero ya estaba gilipollas de chaval y ya entonces le echaba la culpa al viejo. A mí lo que me j___´[7] de verdad fue la historia con la Juli. La Juli, señor obstetricia, estaba más buena de lo que usted se pueda figurar. En todo el barrio hubo nunca un par de _______[8] como los de la Juli. No se los describo porque se me va a poner usted cachondillo y sólo me falta que se haga una ____[9] pensando en los _______ [10]de la Juli.
Los malos también tenemos pene ¿sabe? Cuando una chavala como la Juli menea el culo, nuestro pene se pone más duro que un pistacho cerrado y más tieso que la Torre Ezequiel. Sentimientos, Sigmund Jung, sentimientos. Cuando la hembra despide su olorcillo cerca del malo, el malo es igual de tonto que el bueno y que el feo. Se deshace cuando una tía buena le mira y maldice su miseria cuando le ignora. A mí, como a los demás, me pasaron las dos cosas. Lo malo es que la Juli empezó por darme coba y al final se fue con otro.
No me da la gana contarle más.

[1] Menos mal que estoy yo aquí para rellenar los huecos. Hueco primero: CAE.
[2] Hueco segundo: DICTADOS DE MI VOLUNTAD.
[3] Hueco tercero: DEMONIETE.
[4] Hueco cuarto: CAMINO DE SANTIAGO CADA PRIMAVERA
[5] Hueco quinto: HUVA.
[6] Hueco sexto: ESFUERZO DE TANTOS AÑOS, UN DIPLOMA AL MEJOR PAPÁ.
[7] Hueco siete: JODIÓ.
[8] Hueco ocho: MELONES, TETAZAS, CASTAÑAS.
[9] ¡Ay! Hueco nueve: IDEA EQUIVOCADA.
[10] Hueco diez: DULCES ATRIBUTOS DE… ¡Animal! ¡PEDAZO DE MELONES! Gilipollas.


Capítulo diez.

Así funciona ese necio, don psicólogo. Si  cualquier persona humana, perro canino o cabra caprina le lleva la contraria, le casca. Cuando va a contar algo que desmienta con hechos la falsa imagen que de sí mismo pretende ofrecer, dice que no le da la gana seguir. Pánfilo Alcázar, la mitad enferma de mi personalidad es un injuriante empedernido. Injuria a borbotones. Cada vez que abre la boca ofende a nuestro Señor Jesucristo Hijo Único de Dios al que ofrecemos el Vino y el Pan, Fruto del Sudor y del Trabajo de los Hombres. Como estaba a punto de contar una historia ridícula sobre el trágico accidente que sufrió Leopoldo, el honesto novio de Juliana, se ha cerrado en banda.
Tan sólo respecto a la belleza de mi dulcinea ha sido sincero ese enfermo. Emanaba de sus ojos dorados una luz apagada que acariciaba el aire. Cada vez que la recuerdo, me dejo en el esfuerzo un soplo de vida que jamás regresa. Ese Pánfilo estaba a punto de engañarle con otra de sus historias de crímenes, pero yo le contaré cómo se desarrollaron los hechos:
Esa dulce criatura contaba con dieciocho inviernos y una primavera lluviosa cuando el destino la puso en mitad de mi camino. El centro cultural que la parroquia gestionaba para deleite de nuestras jóvenes almas, fue el lienzo sobre el cual, entre besos y sonrisas dibujamos la más bella historia de amor conocida desde la tragedia de Isabel y Diego Felipe, los Reyes Católicos de Teruel. El padre Ignacio proyectaba una película todos los jueves. La madre Teresa, llamada así por todos a causa de su increíble parecido con la hermana de Gandhi, hacía torrijas y rosquillos fritos que comíamos mojados en mistela. Uno de esos jueves de primavera lluviosa, nuestro párroco se permitió la licencia de proyectar sobre la pantalla las peripecias de un niño y una niña que quedaron solos en una isla hasta que crecieron y bajo el sol de las Azores se enamoraron carnalmente. Tal vez fue la contemplación de aquellos cuerpos jóvenes y desnudos frotándose sobre la arena dorada; quizás el aroma de Julianita, una mezcla de agua de rosas y licor Fray Angélico; probablemente la fogosidad de mis dieciocho noviembres. El caso, señor Maslow Rogers, es que nuestras miradas se cruzaron durante un segundo eterno y efímero a la vez. A pesar de la regañina de don Ignacio, hombre experto y conocedor de la esencia humana, nos besamos durante todas las letras sobre fondo negro y fundamos un noviazgo que todavía guardo en la memoria como el mejor capítulo de mi alocada vida.

Estás más loco que el abuelo de Heidi.

la Juli la conocí en los billares. El menda tenía dieciocho taquillos y terminaba de salir del reformatorio. Fueron tiempos de vagabundeo y desparrame. La única época que me mueve a la nostalgia de vez en cuando, señor Psicotécnico. La Juli y yo nos enrollamos porque entonces yo manejaba un polen del que ahora llaman crema, que te ponía los ojos como cebolletas coloradas y te hinchabas de reír con cuatro caladas. La Juli, melones descomunales aparte, no era tonta y sabía acercarse donde le convenía. Don Ignacio era el cura tuerto y tartamudo que me dio la primera comunión. Vi la peli del Lago Ness a los catorce años. Un domingo, en Antena tres.

Capítulo doce.

¡La, la, la, la, la, la! ¿Quién habla? No oigo nada ¡La, la, la, larito!
Lo nuestro fue amor del bueno. Dulce en los ensueños y amargo en la vigilia. Hechizo de vida que te obliga a morir con él cuando se marcha. Del que se mete en las entrañas, te persigue todo el día, engendra suspiros y miradas perdidas. A raíz de aquel beso que Julianita me regaló en la penumbra del centro parroquial, anduve durante días con la boca abierta, como esperando un bisalto que nunca llegaba. En un ejercicio de voluntad alimentado por el fondo infinito de sus ojos, superé mi natural timidez y una tarde castigada por el anticiclón de las Canarias, me planté en su casa para pedir su mano.
La mamá de Julianita preparó un arroz con leche escaso de canela y pasado de fuego que yo elogié en uno de mis habituales alardes de diplomacia. Su papá me ofreció un puro davidenko, sin duda recién importado de Rusia. Julianita sonreía, sentadita en el sillón. Dejaba hablar a sus mayores y me miraba con disimulada picardía. Hablamos durante horas de la interminable guerra fría en las Malvinas; del frustrado asesinato de Juan Pío Segundo; del mundo y de la vida. El ocaso nos sorprendió asomados al balcón, cambiando impresiones sobre la irreversibilidad de la existencia y el declive de los polvos de talco, tan extendidos en otro tiempo por el universo de las ingles. Fue una tarde entrañable que Julianita, mis efímeros papás políticos y yo, jamás olvidaremos. Al final de la misma, atravesando el crepúsculo con su voz varonil, don Enrique me concedió la mano de su hija. Los cuatro nos fundimos en un abrazo en el centro del salón, como si hubiéramos metido un gol de España.

Capítulo No has comido bisaltos en tu vida, gilipollas.

Nos enrollábamos los jueves en el portal de los billares. Bebíamos cerveza caliente y calimocho. Nos fumábamos un porro detrás de otro. El viejo de la Juli nos pilló una noche y me arreó un guantazo del que aún se tiene que arrepentir. La Juli se cansó de mí y se lió con un pastillero al que más tarde di un cabezazo fatal. No fue por celos. Me tocó los cojones.

Capítulo catorce.

Ay, que embustero, Madre del Señor. No sé si ha sido el tiempo de reclusión al que una desgracia tras otra nos ha condenado o las drogas que confiesa tomar a dos carrillos. El caso es confundir las churras con las Meninas y engañarle a usted, señor psicólogo. A usted, que mejor que nadie sabe de la fugacidad de toda dicha. A usted, al que tantas excusas debemos por perturbar su descanso con esta inconexa narración de nuestra vida, agridulce como los pepinillos modernos. 
Durante las primeras semanas de aquel bello romance, la pasión brotaba a través de todos los poros de nuestras pieles. Perfumábamos la atmósfera con ese olorcito tan rico que emana el amor en la primera juventud. Yo, caballero y galante como buen mestizo de albaceteños y palentinos, le compraba una bolsita de pipas todos los jueves. Juntos, paseábamos por la ribera del río masticando y escupiendo cáscaras, sin dejar de confesar nuestros nobles y mutuos sentimientos. Cada día bajaba al parquecillo del barrio y, aun a sabiendas de que delinquía, cortaba una caléndula naranja para dejarla en su buzón.
Fíjese que cosa más tonta la de las caléndulas. Un día, el bueno de Bruno, guardia municipal y orgullo de toda la manzana, me sorprendió en pleno hurto y no tuvo más remedio que cumplir con su obligación de apresarme. Ni siquiera mi enfermedad de amores sirvió para amortiguar el peso de la ley, así que estuve toda la mañana y toda la tarde en comisaría, consciente de que lo merecía pero incómodo porque el banco del calabozo se clavaba en el culo. Tras una conversación de mi abogado con el señor comisario, me dejaron marchar bajo la promesa de no tocar jamás caléndula ajena. Si bien recuperé la libertad, señor psiquiatra, ya era tarde para el amor. Aquella tarde perdí a Julianita para siempre. Durante mi corta y penosa ausencia, Cupido me traicionó clavando una de sus flechas en el corazón de mi amada. Aquella misma tarde regresó a nuestra ciudad un primo tercero de los Aguamarina que en otro tiempo había tonteado con Julianita. Se llamaba Leopoldo Alias Clavín y en aquel tiempo compaginaba su servicio a la patria en el cuerpo de Regulares de Melilla con sus estudios de Ingeniería Espacial y Geológica. El azar, inspirado en las grandes obras de Corín Tellado, se alió con la diosa Infornunia y me arrebató el amor. Julianita, a la que no guardo rencor,  fue tan indecente y libertina que se entregó a sus brazos nada más que lo vio llegar con la flamante radio japonesa que le había traído de Ceuta. Cuando regresé a casa, encontré en el buzón la siguiente nota:
Querido Francisquito,
Lamento sinceramente decirte que en tu ausencia he encontrado el amor verdadero. Mi primo Leopoldo Alias Clavín ha regresado del inhóspito continente africano para obsequiarme con una radio de frecuencia modulada y robarme la paz. Ahora lo quiero a él. Jamás olvidaré el sabor de las pipas pegado a tus labios.
Tu buena amiga, que como tal te quiere,
Julianita de Aguamarina y Sinsabor.
Maldije al cielo por tamaña desventura. Vinieron a mi mente todos los poemas que, renunciando a dormir noche tras noche, había compuesto para ella. No es fácil hallar rimas coloridas para “Julianita” en una mente adormecida por los porros que fuma ese pánfilo de Pánfilo. Pero yo superé la adversidad y descubrí docenas de palabras llenas de música. Vocablos como calentita, circunscrita, chiribita, troglodita, tripartita o carmelita acudían a mi mente como moscas a la miel. Dediqué todo mi tiempo a llenar de belleza condensada mi cuaderno de cuadritos. Si no le muestro mi obra maestra es tan sólo por el natural recelo con el que todo artista protege sus derechos de autor, pero juro aquí solemnemente que si alguno de sus herederos desea algún día una dedicatoria de este poeta, lo haré gratis y con mucho gusto.
Y aunque después, con toda la razón, me acuse de adulterar el hilo argumental de estas memorias, si no respondo a ese gamberro reviento. Para que lo sepa usted y quien se interese por mis desventuras: todas las noches de la temporada estival, la abuela cocinaba un hervido de bisaltos y nos hartábamos de contemplar la lámpara de cristales de Starski mientras nuestras barbillas chorreaban aceite, vinagre y caldo de verdura.

Capítulo caléndulo.

Este gilipollas se ha tragado una caja de reynoles. Ahora resulta que estamos en este cuarto oscuro, apartados de los demás presos, por robar caléndulas ¿sabes o qué? Yo soy malísimo, doctor Yekin, pero ese chaval es imbécil. Resumiendo que es jerónimo:
El tal Leo apareció en el barrio con los bolsillos llenos de caramelos de colores. Era colega de un colega del Rucio y llevaba vendiendo golosinas desde que tomó la segunda comunión. La movida fue que los maderos de su barrio le tenían muy visto y se cambió de zona para escaquearse. Si yo no le hubiera partido la cabeza después,  ahora estaría haciéndome compañía en el trullo.
El pavo apareció un jueves con unos micropuntos y unas letras moras que pulía a talego y medio. Ya sabe cómo es la basca: cuando llegan cositas nuevas se emociona y se deja llevar por la moda (que el mundo de los colgaos no es tan diferente al de los descolgaos ¿sabes o qué?) La primera noche nos comimos una letra mora entre la Juli, el Rucio, el Páncreas y el menda, a razón de trescientas setenta y cinco pesetas cada uno. Por ese precio, el que no se pega ocho horas riéndose de la punta de su nabo es porque no quiere. Se nos fue la olla y llenamos la barra del garito de macetas, ladrillos y todas las mierdas que encontramos en la calle. La panzada de reír fue bestial, pero la Juli se empezó a quedar gilipollas aquella noche y no paró hasta que se comió una docena de micropuntos y algo más que también tenía el Leo pero que no colocaba.
Ya sabe cómo somos la gente. Te enseñan una mierda de colores y como es de colores, de repente es bonita ¿sabes o no? La Juli empezó a verse con el pavo ese y a pasar del menda. Los tripis es lo que tienen: te hartas de reír pero cuando te pasas de comilón, la cabeza se llena de monstruos y te quedas imbécil. La colega se aficionó a los papelitos cuadrados y la veías a todas horas descojonándose porque no sabía abrocharse la cremallera o porque se le veía una teta ¿sabes? Un día me dio por decirle que se le estaban pudriendo las neuronas y me salió con que el Leo tenía una polla no sé cómo de grande y que la mía patatín, la mía patatán. Se tumbó en el billar y empezó a revolcarse de risa, que parecía que estaba loca. Total, que la mandé a la mierda y me fui para otro lado.
Le juro, señor De las Rojas y los Marcos, que el Pánfilo no se lía a hostias con el primero que le levanta la novia, así porque sí. Que si la Juli encontró un pavo que le hacía más cosquillas, el menda a otro sitio y santas pascuas. No le voy a contar historias que no son, que a mí me jodió el temita de los cuernos como a cualquiera. Unos buenos melones son unos buenos melones y todos tenemos corazón ¿sabe? Pero al Leo le partí la cabeza porque vino a tocarme la moral.

Capítulo dieciséis.

Tal fue el desengaño que sufrí al salir del calabozo y descubrir que mi dulcinea había dejado de suspirar por mi armadura, que caí en una depresión profunda y gris. Me dediqué a ver morir los días a través de los visillos que mi abuelita había tejido con las mismas agujas que tantas veces, pinchadas en una patata, habían servido para sintonizar la feria de San Isidro en la vieja tele. Sentado en mi pupitre de nogal, escribí mil y una cartas destinadas a dulcificar el corazón de Julianita. Cada tarde bajaba al estanco de don Ricardo para comprar un sello. Lo besaba una y otra vez hasta que mi saliva despertaba al pegamento. Añadía una lágrima salada al puto sobre que sólo existe en tu aguachada cabeza, pedazo de inútil ¿Quién coño se va a creer la memez de la patata y las agujas de ganchillo? ¿Qué le vas a contar después al obstetriciólogo? ¿Que una vez te expulsaron de la piscina porque te hiciste pis y te persiguió un círculo amarillo hasta la escalera? ¿Que te tragaste un chicle y se pegaron tus tripitas? La Juli me dejó a mí, pardillo. Y me dejó porque el Leo tenía una…
¡Baaasta! Delante de este señor y del resto de futuros lectores, declaro aquí, sucedáneo de Francisquito Alcázar, que si vuelves a interrumpir un capítulo de mi versión de los hechos, atrapo mi naricilla entre el pulgar y el índice e interrumpo la respiración hasta culminar el acto de suicidio que, a la postre, supondría también tu adiós a este mundo.
Dicho esto, continuaré con mi narración hasta que convierta en palabras la vivencia que adulteró mi realidad y destrozó mis sueños:
Cuando comprendí que Julanita había dejado de quererme, decidí zanjar el asunto como lo haría un caballero andante y corriente. Después de un noviazgo tan apasionado, no podía desaparecer para siempre sin rendir una visita de despedida a mi amada y a los que habían sido mis suegros. Tenía que devolver a don Enrique la mano de su hija. Así que un martes de sol, lluvia y arcoiris, esperé a que terminara La cometa blanca y marché al domicilio de los Aguamarina con un ramo de tulipanes negros en la mano. Pulsé el número dos en el telefonillo y me presenté como Francisquito Alcázar, el otrora prometido y entonces despechado ex novio de doña Julianita. Don Enrique me abrió la puerta y esperó mi llegada a la puerta del ascensor. Nos fundimos en el abrazo de dos hombres separados por un destino ajeno sus deseos. Doña María Julianita me obsequió con una manzanilla endulzada con dos gotitas de anís del mono, famoso en el mundo entero. Añoré el arroz con leche del primer día, olvidando su textura pastosa y la escasez de canela con la condescendencia que me caracteriza incluso al recordar. “Bien, señores de Aguamarina”, les dije. “Aquí les devuelvo la mano de su hija, que como sabrán ya no corresponde a mi cariño teñido de erotismo”. Aún recuerdo cómo doña María Julianita bromeó con mi expresión y dijo haber temido que sacara del bolsillo la manita ensangrentada de su niña. Todos reímos entre las lágrimas de la despedida, porque no hay boda sin pucheros ni velatorio sin mandarinas.
Dispuesto a marcharme, sonó el timbre y mi esperanza floreció como un nomeolvides bien abonado. Casi había renunciado a contemplar una vez más el rostro de aquel ángel que me había cortado las alas. Al verla en el umbral de la puerta, tan peinadita y seductora, le ofrecí con la mirada un último abrazo que, por el brillo de sus ojos, me pareció que aceptaba ¿Cómo iba yo a saber que detrás de Julianita estaba Leopoldo, el chico de buena familia pero cargado de espalda con el que ella había tenido a bien sustituirme? El caso es que al lanzarme a sus brazos, mi cabeza y la del pobre Leopoldo chocaron y…
Cayó por las escaleras con tan mala suerte que se partió el cráneo ¿verdad? Si el julandrón éste se quiere suicidar tapándose la nariz que lo haga, pero paso de aguantar más tonterías en mis memorias. Al Leo le di dos guantadas con la mano abierta porque vino a vacilarme con sus tripis y con la novia que me había levantado. Me cogió del pecho y puso la nariz a un centímetro de la mía. Así que le di un cabezazo que lo dejó medio tonto. Cayó al suelo y se dio un piñazo en la nuca con el borde de la acera que, lamentablemente para la industria del LSD o ADSL, que nunca me aclaro, lo dejó tieso. El abogado de oficio demostró que fue un accidente motivado por una agresión en defensa propia y que en ningún momento tuve la intención de cargármelo. Es lo que tienen las mentiras: que si las dice un sinvergüenza ilustrado parecen verdades.

Capítulo Atrapa tu naricilla.

La Juli dejó de hablarme. Ni siquiera fue por traerme un paquetillo de fortuna al talego ¿sabes o qué? Tenía que haberme agradecido que le quitara de encima al tonto del culo ese, pero ya sabe cómo son las tías: un día te quieren y al otro se mosquean contigo. Cuando salí del Parador Nacional de Carabanchel, me encontré con la historia de siempre: mi viejo borracho, mi vieja llorando y mi abuela haciendo bufandas como una loca. Para postre, la Merche se había quedado preñada del bigotudo que vendía calcetines en el mercadillo. Por lo menos el aborto le salió gratis. Se lo arregló mi padre con una paliza de las de cinturón y todo ¿sabes o qué? Así que después de ver el percal, me piré con la promesa de no aparecer por allí ni en navidad. Ya sabe usted que años más tarde incumplí lo prometido y la cagué bien cagada.
Desde entonces, entro y salgo del talego cada siete por catorce. Encima, cuando no mando a la mierda al funcionario le arreo dos guantazos al gafotas de la celda de enfrente. No me reinserto ni a la de cincuenta y cuatro, don Médico. Tampoco le voy a contar pamplinas, porque cuando entré la primera vez, ya era un cabroncete resabiado. Pero esta pocilga me terminó de estropear ¿Que tenía vicios fuera? Pues dentro el doble de los mismos y alguno nuevo ¿Que tengo la mano larga? Aquí he pegado más bofetones de los que me apeteció dar en libertad. En la calle no fui de fiar, pero en la trena menos. Así he sido yo, señor curatontos: mal profesional y peor persona. Pero eso terminó el día que entré en su consulta a llorar mis penas.
Me voy a poner sentimental, así que no quiero ver ni una sonrisita, que le rompo las narices. En esta sucia bodega de un velero bergantín (que no corta el mar sino vuela) ha nacido un nuevo Pánfilo. Si le digo la verdad, cuando me dieron a elegir entre la terapia o el curso de carpintería tradicional, me tiró más el rollo de la pretecnología. Pero el capullo de Francisquito se levantó una mañana antes que yo y cambió un formulario por otro. Por eso aparecí en su consulta vestido con mi mono amarillo, el lápiz en la oreja y la sierra de juguete en la mano. En lugar de un taller perfumado de resina y virutas, me encontré con un señor calvo, con gafitas redondas y esa sonrisa suya que, perdone usted, no viene a cuento.
Ahora entenderá por qué durante meses pasé de su diván más que de comer espinacas ¿Se acuerda de cuando rellenaba los cuestionarios de personalidad con dibujos de penes y escrotos? ¿Qué me dice del día en que me hipnotizó? Se me fue la olla y me puse a balar porque me entró la paranoia de que era una oveja y al final casi me cago allí, a bolitas pequeñas. Que tiempos ¿eh?
Y es que quieras o no es usted un tío legal. Gracias a tanta charla y tanto romance, he descubierto por qué mi vida ha sido tan chunga. Le comento:
Mi padre era un cabrón y me pasó los genes. Como nunca reforzó mi personalidad, empecé a liarme a ladrillazos con los profesores, a partir cabezas de camellos roba novias con grandes melones, a dislocar brazos de señoras agarradas a sus bolsos, a encebollar padres…
Todo por llamar la atención ¿a que sí? Aunque florecido y asqueroso, soy un trozo de pan que busca desesperadamente alguien que le unte mantequilla, que lo moje en la salsa de los caracoles, que lo ralle para rebozar croquetas. He vivido con la obsesión de vengarme del viejo, de Dios, de la Virgen y de San José por permitir tanta miseria en mi vida. Por eso llamo la atención atracando jubiladas y trapicheando con drogas. Por lo de la mantequilla y las croquetas ¿a que sí? Usted habrá sacado sus conclusiones, pero en mi humilde opinión, mi caso es claro: tengo una Falta de cariño y buenos tratos en la infancia que, combinada con un Entorno social patológico y un Saco de hábitos disfuncionales, ha desembocado en un Trastorno Negativista Desafiante con dos personalidades, la Normal y la Imbécil.
Usted verá lo que recomienda, pero lo suyo sería que me soltaran y me dieran un trabajillo en la portería de un edificio o una fábrica de plásticos.
¿A que sí?
En fin, señor psiquiatrólogo. Que quería unas memorias y ya las tiene. La próxima semana se las entregaré pasadas a limpio y perfumadas de barón dandy. Y dígale al director que me esfuerzo un mazo, que tengo una belleza interior que te cagas y que no sé por qué me ha metido en este cuartucho sin ventanas.
Un abrazo,
Pánfilo Pánfilez Morzute.

Espístomo

Soy alérgico al chorizo. Le parecerá extraño que no se lo haya contado antes, pero ya se habrá dado cuenta de la timidez que me atenaza y cohibe. Si no fuera relevante para el hilo argumental de este epilogio, lo habría ocultado como oculté la propensión de mi entrepierna a irritarse en verano y la devoción que siento por los callos. Es suficiente el vapor que desprende una cazuela de patatas a la riojana para que un servidor cambie el tono rosado de la piel por un amarillo fosforito digno de la urticaria más urticante. Si mordiera la puntita de un choricillo picantón, empezaría a dar saltos arrítmicos y desiguales capaces de asustar al más valiente de los observadores. A los pocos minutos, mi voz se tornaría aguda y desafinada, se hincharían mis ojos y tendría un ataque de ventosidades que terminaría con mi vida después del último suspiro intestinal. Así me explicó Papá los síntomas de esta dolencia tan terrible cuando sólo tenía cuatro añitos. Gracias a aquella charla, preservé mi vida absteniéndome de probar el chorizo y recelando de cualquier alimento de color encarnado.
Se preguntará a qué se debe este alarde de confianza y sinceridad, cuando hace sólo unas horas que le partí la cabeza con esa botella de mistela tan bien decorada con un relieve de las casas colgantes de Soria. Nadie mejor que usted conoce la bondad que inunda mis venas, así que comprenderá que lamento sinceramente haberle matado. Me consuela pensar que ahora mismo estará usted sentadito, a la derechita del Padre, rogando por nosotros Pecadores hasta el perdón de los Pecados y Alcance de la vida eterna. Esta tarde, entre las siete y las ocho, nos reuniremos allí los dos y recordaremos entre risas tanta penuria vivida en el mundo terrenal. Me gustaría ser más preciso con la hora, pero el encargado de cocina, igual que un servidor, es adicto a Rubí. Victor Alfonso se ha vuelto a enamorar de Gladis y la cieguita Virginia está embarazada de Tilico. Espera trillizas, a las que llamará Victoria, Alfonsina y Virginia. Entretanto, la mala de Lucrecia urde un plan para separar definitivamente a su hijo tonto de la buena de Rubí. Por este motivo y dependiendo del estado de ánimo de nuestro chef, el bocadillo de chorizo que solicité para las seis y media puede retrasarse indefinidamente. Calculo que me pondré amarillo enseguida, pero la duración del resto de las fases es una incógnita, porque es la primera vez que me suicido.
Volviendo al asunto de su fallecimiento, le aseguro que mi intención no era otra que darle un escarmiento por sugerir esas cosas tan horribles sobre el origen de las desgracias que marcaron mi vida. Pensé que no le vendría mal un chichoncito respingón que le recordara cada mañana que mi papá fue bueno y yo tremendamente querido y guapo.
¿Qué significa esa patraña de que todavía rezumo un odio latente que al perder la referencia paterna, se alivia dañando al prójimo? Además de incomprensible para una mente dolorida como la mía, su diagnóstico es una falacia insultante, señor psicólogo. Mi progenitor, para que lo sepa, además de regentar honradamente una pequeña empresa de jardinería de balcones, pasaba a diario varias horas en el bar. Tan sólo pensando en el bien de sus hijos, aguantaba estoicamente la insolencia de los borrachos hasta que aparecía alguien necesitado de un jardinero. “Siempre hay un balcón desangelado para inundarlo de flores”, decía a menudo el bueno de Papá.
Cierto es que alguna tarde llegaba perfumado de licor al hogar, pero quién podía culparle de la torpeza de sus compañeros de barra, que parecía que derramaran adrede las copas de anís sobre sus pantalones de franela. Es verdad que muchas veces, aquel hombre calvo que me engendró hacía uso de la violencia para gestionar los asuntos familiares. Pero hay que recordar que en nuestro barrio abundaron siempre los mosquitos de patas largas. Cuántas veces tuvo Papá que espantar un mosquitazo de alguna de nuestras caras. Usted que es tan listo en el Cielo como en la Tierra, eche cuentas y dígame si no era harto probable que algún sopapo bien intencionado no recalara en el lugar equivocado. Una vez se me paró un abejorro en la cara y Papaíto tuvo que darme un puñetazo que dañó seriamente mi globo ocular. Reconozco que, secuestrado por la ira irreflexiva del infante, juré por lo bajini llenarle los calzoncillos de aguarrás. Por supuesto, jamás cumplí aquella absurda promesa. De hecho, cada vez que veía aquel rostro morado en el espejo agradecía al destino haberme reservado un hogar en el que cuidaban la presencia de abejorros en mi nariz.

Ay, señor quitatraumas. Me pongo a hablar y me enrollo como un espagueti. Quisiera llevarme estas memorias al otro mundo para entregárselas en mano, pero no me fío de la incorporeidad de las almas a la hora de acarrear objetos. Si no me dejan pasar al cielo con la carpeta, pediremos a Dios que nos las recite haciendo uso de su inmensidad, eternidad y visión rayos equis. Y no se preocupe de mi alma pecadora, porque tengo planeado arrepentirme de su asesinato y del mío propio un segundo antes del último estertor.
Sin otro particular, le entrega afectuosamente estas memorias,

Francisquito Alcázar de Granada.

David Sáez Ruiz. Octubre de 2007