sábado, 11 de julio de 2015

Retales

El grano de arena


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El grano de arena ha ocupado la hendidura en la roca durante trescientos cincuenta y siete años, cuatro meses, dos días, nueve horas, ocho minutos y tres segundos. El martilleo de las excavadoras lo libera por fin.  Si supiera que existe, se lanzaría al viento gritando de júbilo, lloraría ante la belleza del pinar bajo el sol de marzo y buscaría una nueva ubicación, más ventilada y con vistas al mundo.
Es transportado por el viento.
Atraviesa el parque infantil a medio construir, sortea los pinos y acaricia el perfil imposible de las piedras de rodeno. Si pudiera desear, soñaría con un vuelo interminable, una vida aferrado al vendaval, imprevisible y frenética. Acepta estrellarse en la sustancia húmeda con la misma resignación que asumió, siglos atrás, incrustarse en la grieta.
La capacidad del grano de arena para ignorar es infinita: ignora lo tangible y lo soñado; desconoce el tiempo y su espacio, los nombres de las cosas y los caminos del destino.
Ignora que ignora.
Hundido en la esclerótica, el grano de arena siente la misma ausencia de emoción que experimentó durante siglos en la recién abandonada abertura, mil años atrás en el mar o diez mil años atrás, cuando todavía formaba parte de la gran piedra.
El hombre tan sutilmente atropellado nada sabe de las aventuras del grano de arena. Si conociera su pasado infinito y su presencia en mil guerras, sentiría cierto orgullo por ser el elegido. El hombre que sabe del mundo y de la vida desconoce, igual que el grano de arena, que la esclerótica se llama esclerótica.
Para él, es lo blanco del ojo.
Transcurren tres minutos hasta que el grano de arena cambia de ubicación. Un pañuelo de seda lo arranca de la sustancia viscosa y el ojo que antes lo albergó lo mira detenidamente. Es el primer ojo que lo ve en toda su historia sin vida.  La reacción de alerta que el impacto ha despertado en el sistema nervioso humano, cesa al comprobar éste que el proyectil es un granito de arena.
Es acariciado entre el pulgar y el índice de la mano. Observado durante un último segundo. Catapultado al vacío.
El hombre lo ha llamado mota.

Envuelto en humedad, pesa más que la brisa. Se posa sobre un palo del tamaño de una lenteja, junto al gran pino. La primavera calienta la tierra y tiñe el paisaje de verde. El lugar donde ahora no vive es transitado por docenas de insectos, que lo miran con múltiples e indiferentes ojos. Un grano de arena pensante supondría que será feliz allí durante un tiempo. Pero dos días después, la hormiga que nunca se ha visto en un espejo lo coge entre sus patas. Posee mandíbulas, ojos, antenas y un largo tubo que bombea sangre incolora desde la cabeza a la cola. Respira a través de agujeros salpicados por su cuerpo y está viva. Lo conduce cincuenta y siete centímetros al sur y lo deja caer en el país de los granos de arena. Los hay blancos, amarillos y rosados; grandes, puntiagudos, menudos y regordetes.
El silencio cubre cientos de historias.
Durante años de espera y oscuridad, la inconsciencia le libró del aburrimiento, pero ver el crepúsculo rojizo compensaría ahora toda una existencia gris. Doscientos noventa y seis mil, cuatrocientos treinta y seis compañeros comparten sueños, recuerdos y desvelos opacos: el grano azulado que corona el hormiguero tres milímetros al este atravesó China del amanecer al ocaso; el gordinflón rosáceo de la derecha formó parte de la gran pirámide de Keops, pero nadie le creería, porque la envidia es muy recelosa. Cuentos de dinosaurios, pueblos olvidados y grandes terremotos duermen sepultados bajo el  montículo inerte.
Las hormigas están demasiado ocupadas para soñar, dudar o aburrirse.
La noche arropa al hormiguero con una sábana oscura y sedosa. Mientras el sol permanece oculto, la población de rocas menudas tiene tiempo de elegir un cabecilla y escapar de allí. Hasta que las primeras obreras asomen por la boca del túnel, pueden huir a las montañas, sumergirse en el gran charco o sepultar a las hormigas bajo su peso. Organizar una expedición al corazón de la galería y secuestrar a la reina.
Permanecen.
Permanecen juntos y en soledad, ajenos a su mutua compañía.
Hasta que la tormenta rompe el cielo y la quietud.

La primera gota explota en el suelo y anuncia el diluvio. Cada impacto produce un ruido sordo y violento que aterraría a un ser impresionable. En pocos segundos, el montículo es desfigurado por el torrente de agua y la gran comunidad recién fundada desaparece y regresa al olvido. La suave pendiente del prado determina que la corriente viaje hacia el sur. Más de cuarenta y siete mil insectos mueren bajo la tormenta. Cualquier nostalgia de respirar que la belleza del atardecer habría justificado pierde sentido dentro del raudal. A tres metros del grano de arena, se ahoga una hormiga que nunca se vio en el espejo.
¿Sufrió?
El reguero desemboca en la cuneta del camino y acelera su curso hasta que el tocón atascado lo revienta y lo divide. El grano de arena es arrastrado por el cauce derecho, que regresa al pinar. Más tarde, bajo un sol de terciopelo, se detiene junto a la piña roída.  La composición química de la arena, mezclada con agua del cielo y combinada con esencias de espliego, tomillo y ajedrea, dulcifica el aire con un aroma que conmueve al ser humano.
Eau de tierra mojada.
El grano de arena ha adelgazado. El baño le ha dejado limpio y semitransparente. Nunca se había sentido gordo, flaco, atractivo o detestable. Ahora tampoco. Podía haberse disuelto completamente en el torrente de agua, pero no le importa. Ha sido arrancado de su hogar, transportado por el viento, acariciado por un ser monstruosamente grande, raptado por una hormiga y arrastrado por la riada.
Reducido a la mitad de sí mismo.

Es un buen día para la lombriz superviviente. La tierra húmeda le facilita el tránsito y el alimento. Repta bajo la piña roída y sale a la superficie. Olvida que la semana anterior su pariente fue arrancada de su agujero por un niño juguetón. Ignora que terminó atravesada por un anzuelo y devorada a medias por la trucha que quería merendar gusanos. La trucha que a su vez se ahogó en la mochila del niño, fue rebozada en harina y achicharrada en una sartén.
No sabe que se llama lombriz.
El grano de arena se pega al vigésimo séptimo anillo del gusano.
Otra vez, pensaría.
Otro viaje.
Más lento.
Pero ya estamos otra vez.
Ser una porción mineral inerte es una bendición cuando el ritmo lo marca un anélido. Después de volar y navegar, la velocidad de lombriz habría desesperado a un ser irritable.
Afortunadamente, algo inmune al hastío es también inmune al pánico.
El pariente merendado por una trucha no tuvo tiempo de advertir: No salgas. No reptes a media tarde. No pierdas de vista el cielo.
La madre picaraza se posa junto a la lombriz, abre el pico y lo cierra sobre treinta y dos anillos, entre ellos el vigésimo séptimo.
Ya estamos otra vez.
El vuelo es corto. El gusano se mueve ¿aterrorizado?, pero el esfuerzo es inútil. Si pudiera verlo, el pariente se moriría de nuevo. Esta vez de risa.
El grano de arena sigue mostrándose entero y arrogante.
El nido está ocupado por cuatro polluelos hambrientos. En el centro, una moneda de cinco duros, con agujero; y un anillo dorado: David. 14-10-2000.
Las crías, vistas desde la perspectiva y el tamaño de una lombriz, son horribles. En lugar de piar, quiebran el silencio y encienden el ánimo. La lombriz ¿agradece? al Creador la sordera congénita.
El pico de la más fea de las urracas se convierte en un abismo negro.
Se aproxima.
Se abre de nuevo.
Se cierra.
El mundo desaparece y el grano de arena descubre la digestión aviaria.



Un silencio familiar envuelve la pequeña hendidura en la roca. Sobresaltado, el grano de arena tantea su alrededor: el vértice superior, salado y calizo; luz mortecina al frente, filtrada por el milímetro abierto al horizonte; partícula de agua a los pies, siempre alimentada por el pasadizo húmedo.
El hogar.
La imagen de una hormiga que se carcajea le asusta. Tiembla todo su cuerpecito. Sortea los árboles, se incrusta en el ojo humano y el cielo ruge. La tormenta está a punto de ahogarle. Alguien le cuenta historias de faraones. El suelo se mueve. El agua lo va a disolver sin piedad. Un anillo de oro en los dedos de un niño que pesca con anzuelo. Una picaraza lo muerde hasta reventar sus partículas minerales. La hormiga continúa riéndose pero está muerta, peinándose ante un espejo.
Despierta.
Todo ha sido un cuento.
Sólo un cuento.
David Sáez Ruiz. Octubre de 2007