martes, 10 de diciembre de 2019




Mi amigo Pato.



Mi amigo Pato.

Gorka Reizábal Arruabarrena, mi amigo Pato.
Lo fue desde la misma infancia, sin saberlo. Porque su voz y su pluma, en tiempos de un partido semanal en la tele, fueron durante lustros mi cordón umbilical con la Real Sociedad. 
Pude quererle por muchos motivos:
Un día vino a Teruel y decidió enamorarse de la ciudad, de la provincia, de mi Albarracín y de todos nosotros: la Peña Zezen Txiki. Apasionado, vehemente y fiel a sus quimeras, así era el Pato Reizábal. Lo conocí gracias a mi amigo José Manuel Cortés, que de imposibles sabe más que nadie. Él fundó aquella peña que nos hizo tan felices durante tanto tiempo, pero hoy sé que el mejor de los legados de aquel sueño fueron los amigos que hice. Entre ellos, el Pato Reizábal.
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Pude quererle, porque después de cada derbi vasco hablábamos por teléfono, siempre directos al grano. Poco importaba cuánto tiempo hubiera pasado, su voz me regalaba siempre la misma alegría. En medio del análisis del partido, me contaba historias de la Real, me hablaba de campos embarrados, entrevistas y anécdotas sobre John Aldridge, Jesús Mari Zamora o don Luis Arkonada. Yo aderezaba su crónica de la memoria con mis recuerdos de niño, que encajaban con su relato como piezas de un puzle indescifrable para corazones ajenos a la Real.
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Pude quererle porque intentó que mi colección de recortes de prensa terminara en el museo del club, porque cada vez que me visitaba, hojeaba fascinado mi tesoro, y adornaba mis artículos con sus recuerdos. Quedó prendado de un reportaje de la revista Don Balón, en la que Maradona y López Ufarte compartían doble página, a todo color. Una copia de aquella imagen viajó a Donosti por correo certificado, y terminó incluida en un reportaje de ETB sobre Maradona y Euskadi. Una vez, intentó que leyeran un breve artículo mío en el Larguero, y ante el desdén de los dioses de la radio, terminó su intervención mandando “un saludito a nuestro amigo de Albarracín”, ignorando las chanzas bobaliconas de José Ramón de la Morena.
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Pude quererle porque, muchos años después, fue uno de los primeros lectores de mi novela No es tan fácil morir, delirio quijotesco para el que escribió un prólogo teñido, cómo no, de azul y blanco. “Vaya pedazo de novela que te has marcado”, me dijo una tarde, por teléfono. Por aquella llamada, en aquel momento, le quise.
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Pude quererle porque me obligó a entablar amistad con sus amigos. 
En eso era implacable. 
Ningún donostiarra ilustre que pasó por mi Albarracín, se marchó sin conocerme, hacerse una foto conmigo y enviársela al Pato. Si Javier Aguirresarobe, uno de los mejores directores de fotografía del mundo, pasaba por aquí para rodar una película, terminaba cenando una tortilla de patatas en mi casa, con mi gata sobre sus rodillas, compartiendo un derbi vasco conmigo y mi familia. Al descanso, llamábamos al Pato y le contábamos que estábamos juntos; él disfrutaba como un crío hablando bien de mí a su colega, y viceversa. Terminábamos opinando sobre si convenía que Zurutuza saliera en la segunda parte por Markel, o era mejor que Xabi Prieto jugara de media punta, por el centro, en lugar de pegado a la banda.
Temas importantes.
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También pude quererlo, porque en más de una ocasión, al regreso de sus vacaciones en Calpe, hizo un alto en el camino para pasar un día conmigo y hablar de la Real.
No tanto de fútbol, como de la Real. Abría la enciclopedia que ocultaba su flequillo deshilachado, y enlazaba una aventura txuri urdiñ con otra, cerraba cada conversación con una greguería improvisada, lúcida y precisa. Jugaba con las palabras hasta cautivar a cualquier oyente. 
Porque Pato no hablaba con escuchantes, sino con oyentes.
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Le pude querer por estos y otros muchos motivos: 
Porque supo narrar mis emociones, mis miedos, mis esperanzas. 
Porque comprendió como nadie mi amor por la Real, exagerado y cervantino, como todos los amores. Porque en los años ochenta, acuñó aquella frase que yo tantas veces repetí, orgulloso: 
“La Real es el más pequeño de los grandes, y el más grande de los pequeños”.
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Pero en agosto de 2018, unos días después de su última visita a Albarracín, Gorka Reizábal Arruabarrena, mi amigo Pato, me llamó por teléfono para contarme que le habían diagnosticado una enfermedad incurable. Me incluyó en una lista de llamadas a sus mejores amigos, a los que, uno tras otro, nos dijo sencillamente: 
“Te quiero, ha sido un verdadero lujo conocerte, me voy contento porque he disfrutado de una vida cojonuda… Aúpa la Real”.
Después, contra pronóstico y contra toda esperanza, hemos disfrutado del Pato durante más de un año. Cada semana, una lista de elegidos compartimos la peña realista más extraña y valiente entre las que existen: 
Pato Txuri Urdiñaren Lagunak.
Un grupo de WhatsApp para románticos, en el que narramos el partido en directo al que no puede verlo. Aunque todos tengamos Internet, preferimos contarnos lo que hace la Real en nuestro grupo. Cuando ganaba la Real, Pato siempre cerraba la conversación parafraseando el tango:

Cómo ríe la vida cuando gana la Real.

El domingo, desde mi lejano Albarracín, apreté los dientes en cada jugada de peligro, porque sabía que aquel tiro, de entrar, iba a ser el último gol de la Real para el que fue parte de su alma, parte de su camiseta y de su historia. 
El balón no entró, y al terminar el partido, marché a despedir el día hasta una ermita que hay cerca de mi casa: la ermita del Carmen. 
Y me acordé de ti, porque en tu primera visita a Albarracín te acompañé hasta allí.  
Sabía que nunca más íbamos a celebrar juntos un gol. Pero puedo asegurarte que en cada uno de los que me quedan por celebrar, me acordaré de ti. 
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Agur, Pato, maite zaitut.

Hay quien se empeña en hacer difícil la vida al prójimo.
Tú supiste hacernos fácil, incluso la muerte.

Áupa la Real.
Aúpa Pato Txuri Urdiñaren Lagunak.