viernes, 23 de septiembre de 2011

Allende


Ha pasado mucho más de medio siglo, pero aún tengo grabado en la memoria el momento preciso en que Rosa, la bella, entró en mi vida, como un ángel distraído que al pasar me robó el alma. Iba con la Nana y otra criatura, probablemente alguna hermana menor. Creo que llevaba un vestido color lila, pero no estoy seguro, porque no tengo ojo para la ropa de mujer y porque era tan hermosa, que aunque llevara una capa de armiño, no habría podido fijarme sino en su rostro.

La casa de los espíritus, de Isabel Allende.



La noche era apacible. En la luz virginal se esfumaba el paisaje, se perdían los perfiles de los cerros y de los grandes eucaliptos envueltos en sombra. La choza se levantaba sobre la colina apenas visible en la suave penumbra, brotada del suelo como  un fruto natural. En comparación con la mina, su interior pareció a los jóvenes tan acogedor como un nido. Se acomodaron en un rincón sobre la hierba salvaje mirando el cielo estrellado en cuya bóveda infinita brillaba una luna de leche. Irene colocó la cabeza sobre el hombro de Francisco y lloró toda su congoja. El la rodeó con un brazo y así estuvieron mucho tiempo, horas quizás, buscando en la quietud y el silencio, alivio para lo que habían descubierto, fuerzas para lo que deberían soportar. Descansaron juntos escuchando el leve rumor de las hojas de los arbustos movidas por la brisa, el grito cercano de las aves nocturnas y el sigiloso tráfico de las liebres en los pastizales.
Poco a poco se aflojó el nudo que oprimía el espíritu de Francisco. Percibió  la belleza del cielo, la suavidad de la tierra, el olor intenso del campo, el roce de Irene contra su cuerpo.
Adivinó sus contornos y tomó conciencia del peso de su cabeza en su brazo, la curva de su cadera contra la suya, los rizos acariciándole el cuello, la impalpable delicadeza de su blusa de seda casi tan fina como la textura de su piel. Recordó el día en que la conoció, cuando su sonrisa lo deslumbró. Desde entonces la amaba y todas las locuras que lo condujeron a esa caverna eran sólo pretextos para  llegar finalmente a ese instante precioso en que la tenía para él, próxima, abandonada, vulnerable. Sintió el deseo como una oleada apremiante y poderosa. El aire se atascó en su pecho y su corazón se disparó en frenético galope. Olvidó al novio tenaz, a   Beatriz Alcántara, su incierto destino y todos los obstáculos entre los dos. Irene sería suya 
porque así estaba escrito desde el comienzo del mundo.
Ella notó el cambio en su respiración, levantó la cara y lo miró. En la tenue claridad de la luna cada uno adivinó el amor en los ojos del otro. La tibia proximidad de Irene envolvió a Francisco como un manto misericordioso. Cerró los párpados y la atrajo buscando sus labios, abriéndolos en un beso absoluto cargado de promesas, síntesis de todas las esperanzas,  largo, húmedo, cálido beso, desafío a la muerte, caricia, fuego, suspiro, lamento, sollozo de amor. Recorrió su boca, bebió su saliva, aspiró su aliento, dispuesto a prolongar aquel momento hasta el fin de sus días, sacudido por el huracán de sus sentidos, seguro de haber vivido hasta entonces nada más que para esa noche prodigiosa en la cual se hundiría para siempre en la más profunda intimidad de esa mujer. Irene miel y sombra, Irene papel de arroz, durazno, espuma, ay Irene la espiral de tus orejas, el olor de tu cuello, las palomas de tus manos, Irene, sentir este amor, esta pasión que nos quema en la misma hoguera, soñándote despierto, deseándote dormido. 
vida mía, mujer mía, Irene mía. No supo cuánto más le dijo ni qué susurró ella en ese murmullo sin pausa, ese manantial de palabras al oído, ese río de gemidos y sofocos de quienes hacen el amor amando.
En un destello de cordura él comprendió que no debía ceder al impulso de rodar con ella sobre la tierra quitándole la ropa con violencia y reventando sus costuras en la urgencia de su delirio. 
Temía que la noche fuera muy corta y la vida también para agotar ese vendaval. Con lentitud y cierta torpeza, porque le temblaban las manos, abrió uno por uno los botones de su blusa y descubrió el hueco tibio de sus axilas, la curva de sus hombros, los senos pequeños y la nuez de sus pezones, tal como los había intuido al sentir su roce en la espalda cuando viajaban en la moto, al verla inclinada sobre la mesa de diagramación, al estrecharla en el abrazo de un beso inolvidable. En la concavidad de sus palmas anidaron dos golondrinas tibias y secretas nacidas a la medida de sus manos y la piel de la joven, azul de luna, se estremeció al contacto. La levantó por la cintura, ella de pie y él arrodillado, buscó el calor  oculto entre sus pechos, fragancia de madera, almendra y canela; desató las cintas de sus sandalias y aparecieron sus pies de niña, que acarició reconociéndolos, porque los había soñado inocentes y leves. Le abrió el cierre del pantalón y lo bajó revelando el terso camino de su vientre, la sombra de su ombligo, la larga línea de la espalda que recorrió con dedos fervorosos, sus muslos firmes cubiertos de una impalpable pelusa dorada. La vio desnuda contra el infinito y con los labios trazó sus caminos, cavó sus túneles, subió sus colinas, anduvo sus valles y así dibujó los mapas necesarios de su geografía. Ella se arrodilló también y al mover la cabeza bailaron los oscuros mechones sobre sus hombros, perdidos en el color de la noche. Cuando Francisco se quitó la ropa fueron como el primer hombre y la primera mujer antes del secreto original. No había espacio para otros, lejos se encontraba la fealdad del mundo o la inminencia del fin, sólo existía la luz de ese encuentro.
Irene no había amado así, ignoraba aquella entrega sin barreras, temores ni reservas, no recordaba haber sentido tanto gozo, comunicación profunda, reciprocidad. Maravillada, descubría la forma nueva y sorprendente del cuerpo de su amigo, su calor, su sabor, su aroma, lo exploraba conquistándolo palmo a palmo, sembrándolo de caricias recién inventadas. Nunca había disfrutado con tanta alegría la fiesta de los sentidos, tómame, poséeme, recíbeme, porque así, del mismo modo, te tomo, te poseo, te recibo yo. Ocultó el rostro en su pecho aspirando la tibieza de su piel, pero él la apartó levemente para mirarla. El espejo negro y brillante de sus ojos devolvió su propia imagen embellecida por el amor compartido. Paso a paso iniciaron las etapas de un rito imperecedero. Ella lo acogió y él se abandonó, sumergiéndose en sus más privados jardines, anticipándose cada uno al ritmo del otro, avanzando hacia el mismo fin. Francisco sonrió en completa dicha, porque había encontrado a la mujer perseguida en sus fantasías desde la adolescencia y buscada en cada cuerpo a lo largo de muchos años: la amiga, la hermana, la amante, la compañera.
Largamente, sin apuro, en la paz de la noche habitó en ella deteniéndose en el umbral de cada sensación, saludando al placer, tomando posesión al tiempo que se entregaba. Mucho después, cuando sintió vibrar el cuerpo de ella como un delicado instrumento y un hondo suspiro salió de su boca para alimentar la suya, una formidable represa estalló en su vientre y la fuerza de ese torrente lo sacudió, inundando a Irene de aguas felices.
Permanecieron estrechamente unidos en tranquilo reposo, descubriendo el amor en plenitud, respirando y palpitando al unísono hasta que la intimidad renovó su deseo. Ella lo sintió crecer de nuevo en su interior y buscó sus labios en interminable beso. Con el cielo por testigo, arañados por los guijarros, cubiertos de polvo y hojas secas aplastadas en el desorden del amor, premiados por un inagotable ardor, una desaforada pasión, retozaron bajo la luna hasta que el alma se les fue en suspiros y sudores y murieron, por último, abrazados, con los labios juntos, soñando el mismo sueño. Habían iniciado una inexorable travesía.
Despertaron con las primeras luces de la mañana y el alboroto de los gorriones, deslumbrados por el encuentro de los cuerpos y la complicidad del espíritu. Entonces recordaron el cadáver de la mina y recuperaron el sentido de la realidad.
Con la arrogancia del amor compartido, pero aún temblorosos y asombrados, se vistieron, subieron a la motocicleta y recorrieron el camino a casa de los Ranquileo.

De amor y de sombra, de Isabel Allende.

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