lunes, 26 de mayo de 2014

Relatos

En octubre de 2007, terminé mi primer relato de más de 10000 palabras. Después conseguí escribir El primer otoño, una novela que me sirvió para aprender a escribir novelas. Más tarde llegó No es tan fácil morir, la que ha de ser por siempre mi ojito derecho.
Eladio, el Pegotes, la Loles, África, Caridad, Conce, Ernesto, Aurelio, Leandro... todos ellos han alcanzado la existencia, sobre todo, porque unos años antes encontré la voz narrativa de la mano de Pánfilo, un personaje esperpéntico, delirante y absurdo como la vida misma.
Esta historia fue el primer texto propio que realmente me gustó.
Todavía me hace sonreír cada vez que lo releo. Por eso he querido que se convirtiera en un libro para que todos podáis disfrutarlo.
Durante los primeros días de junio, saldrá a la luz, con la complicidad ya imprescindible de Éride Ediciones.
Espero que os guste.




Me llamo Pánfilo
(dos primeros capítulos)


Me llamo Pánfilo. Tengo treinta y cuatro años y escribo mis memorias escondido en la bodega de un velero bergantín (que no corta el mar, sino vuela)
Poco importa que no me crea. Usted dice que otra persona sólo me puede influir si le doy ese poder. A mí plim lo que usted piense. Antes me dolía que pensaran mal de mí, pero ahora plim y bien plim. Lo que opine la gente, me la repanpinfla bien repanpinflada, o plinflada, que nunca me aclaro. Desde que usted me dijo que no pueden hacerme daño si no quiero, soy feliz. Fíjese que gilipollez: me pego veinte años comiéndome la cabeza sobre lo que pudieran o pudiesen pensar de mí los demás y me entero en la bodega de un velero bergantín (que no corta el mar, sino vuela) de que todo eso importa una mierda.
No me está mal empleado, que diría mi viejo. No creo que abra la boca, después de la colleja que le di la última nochebuena, sobre todo porque desde entonces no ha vuelto a respirar. Además, que el viejo me la suda. Como no está en la lista de personas con derecho a influirme, requeteplim. Toda la vida diciéndome que soy un inútil, que no me está mal empleado esto, que no me está mal empleado aquello, que no voy a llegar a nada, que a mi vieja le pega porque le da la gana y porque es su mujer, que no me meta si no quiero recibir yo  también...
Pues ahora jódete. Yo sigo en la trena saldando mi deuda con la sociedad, pero tú estás bien fresquito en la tierrecita del cementeriecito, o cementeriíto, que nunca me aclaro. Y si tienes huevos, apareces esta noche en mi celda y me das un susto, que aún puede que te caiga un guantazo. No me olvido de ti. Todos los martes sales en la terapia. Dice el psiquiatra que he de perdonarte, que el rencor sólo me hace daño a mí, sobre todo ahora que la has cascao. Él, que hasta que no te perdone no descansaré, y yo que hasta que no te partí la cara no respiré; y él que bien, pero que ahora no hay solución y he de seguir con mi vida; y yo que me cago en mi vida y en mi padre, que el diablo lo guarde en la miseria; y él que me tranquilice, que ya seguiremos otro día y yo que vale, pero que me cago en mi padre. No sé por qué pierdo el tiempo contigo. A ver si pasa un día sin que vea tu careto en el espejo, que encima tengo la desgracia de parecerme a ti. Hasta en las cicatrices.
Por cierto, ya sabe usted que me llamo Paco. He dicho que me llamaba Pánfilo porque me ha salido de los cojones.

Capítulo segundo.

Después de la breve introducción en la que se esbozan algunos aspectos de mi inestable personalidad, he considerado, más sosegado, que debía comenzar mis memorias aludiendo a la más antigua de las imágenes que guardo en el corazón. De vez en cuando me dejo seducir por la magia de los recuerdos y, ebrio de nostalgia, llego a contemplar al niño que fui, peinadito a raya y vestido con el babi de parvulito. Parece que puedo verme: tan morenito, con esos ricitos rebeldes que sembraban ternura en las personas mayores, medianas y menores.
Mamá, siempre sonriente, cogía mi mano con firmeza. Me daba la seguridad necesaria para esquivar el miedo propio de un infante a la vez que fomentaba mi autoestima con su amor incondicional.
Cuando busco un rastro de lo que fui siempre me veo así, de la mano de mamá aquella mañana fría. La mañana de mi primer día de colegio. Don Felipe salió a recibirnos a la puerta del viejo edificio de ladrillo. Me miró con aquella sonrisa suya que casi escapaba del rostro y, guiñándome un ojo, me dijo: “Tú debes de ser Francisquito. No lo podrías negar, porque tienes los mismos ojos de travieso que tu papá cuando era como tú”.
Recuerdo su voz varonil, reconfortante como ninguna. A veces guardo silencio y mi estancia se inunda de cacofonías de don Felipe y Papá. Entonces pienso en lo mucho que les echo de menos y, tras enjugarme las lágrimas que resbalan por mis mejillas, me consuelo recordando que fui feliz.

David Sáez Ruiz. Octubre de 2007